El narcotráfico es una actividad maldita, demasiado lucrativa, que ha infiltrado los estamentos del estado colombiano. No solamente destruye con la deforestación millones de hectáreas de las selvas andinas y amazónicas para sembrar plantaciones de coca y extraer de sus hojas, en improvisados laboratorios, y obtener el apetecido clorhidrato de cocaína, que es acumulado, empacado y, a través de astutos medios, enviado a los Estados Unidos de Norteamérica y a Europa para inundar sus calles, y con él, la desgracia, la violencia y la muerte.
El narcotráfico tiene inmersa la desgracia del ser humano. La adicción es la destrucción de millones de familias, de jóvenes, de hogares. Desde la cadena de producción hasta el consumo, la droga no hace otra cosa que destruir vidas; también destruye la moral y la ideología. Las guerrillas socialistas y pseudocomunistas que justifican su existencia como defensoras del pueblo y luchadoras contra la opresión, han perdido su norte, sus ideales, si es que alguna vez los tuvieron; y lejos de ser un “Robin Hood”, se han convertido en criminales narcoterroristas, que han hecho del narcotráfico su principal fuente de financiación.
En nuestro país, la guerra contra el narcotráfico se ha dado durante décadas. Los carteles de la droga han arrebatado la vida de todo aquel que se interpone en su camino: políticos, candidatos presidenciales, ministros, periodistas, miembros de la fuerza pública, hombres, mujeres y niños han perdido la vida en medio del conflicto.
La esperanza de poner fin al narcotráfico en Colombia es un sueño remoto. Mientras existan consumidores que estén dispuestos a pagar el precio del destructivo polvo blanco, siempre existirá quien se dedique al cultivo y procesamiento de la letal droga.
Los escándalos políticos del momento, donde el presidente de los colombianos, Gustavo Petro Urrego, es señalado de ser adicto al consumo de drogas y las declaraciones del ministro de gobierno, Armando Benedetti, sobre su adicción a las drogas, generan profunda tristeza y dolor de patria. ¿Cómo puede un país poner fin a un flagelo como el narcotráfico, erradicar los cultivos ilícitos, acabar con los laboratorios de procesamiento de drogas en las montañas y selvas, garantizar la paz, un orden justo y seguro para todos los ciudadanos; si el presidente y su ministro de gobierno están envueltos en la maldición del consumo de drogas alucinógenas? ¿Podrán poner fin al narcotráfico si se encuentran sumergidos en la adicción? Que Dios los perdone y que proteja a los colombianos si es cierto que estamos gobernados por una partida de periqueros.
@lavozdelderecho