Dije hace un tiempo que, aunque todo el mundo en Colombia condena la corrupción, no me convence la sinceridad de ese rechazo. Y los hechos denunciados esta semana por la Misión de Observación Electoral me están dando la razón. Inscripciones atípicas, “trashumancia histórica”, municipios con más inscritos que habitantes: señales de sobra de que, a pesar de escándalos como el de Odebretch y el ‘cartel de la toga’, los políticos no escarmientan. Pero eso es de esperarse. Lo que es más difícil de entender es por qué los electores tampoco.
Las estratos medios y altos de los centros urbanos suelen achacarle los malos resultados electorales a los sectores populares y a la población rural. Si ganan los corruptos de siempre es porque allá, “en los barrios”, o en los pueblos, unos pobres sin educación venden su voto a cambio de un mercado o una teja de eternit.
Pero no es tan sencillo. La verdad es que los sectores ‘educados’ participan del sistema clientelista tanto como los pobres a los que, con poco disimulado clasismo, les echan la culpa de arruinarle la democracia al resto. Por eso dudo de su voluntad real de cambiarlo.
En las clases medias hay millones de personas que trabajan para el Estado: jueces, educadores, inspectores, oficinistas, etc., cuyos puestos, para mal de todos, dependen del padrinazgo de algún concejal, cacique o congresista, a quien le darán su voto. Y el círculo se expande a los familiares de esos empleados públicos, incentivados a votar por la maquinaría del padrino político para que su padre, madre, hija o pariente no pierda el empleo.
Y entre los ricos hay muchos, creo yo que la mayoría, que dependen del gobierno de turno para la rentabilidad de sus negocios. Necesitan la protección del Estado para mantener mono u oligopolios que les producen generosas rentas. O dependen de barreras comerciales que los amparan de la competencia internacional. O de trámites y regulaciones que generan industrias enteras dedicadas a satisfacerlos (como las ‘revisiones tecnicomecánicas’ de los automóviles). O son contratistas directos de la nación, practicantes del “sin comisión no hay licitación“. El círculo clientelar, en estos casos, incluirá a los empleados de esas empresas, a quienes se les ‘recomienda’ votar por el político amigo del patrón.
En resumen, no solo los pobres venden el voto. También la burguesía practica un clientelismo enteramente racional, así diga en las encuestas y las reuniones y las llamadas a los programas radiales que aborrece a los corruptos. Y hasta se lo crea.
Es ingenuo pensar que esos millones de personas que dependen del Estado para un techo, un puesto o un contrato van a votar en contra de sus intereses. Por eso la mejor cura para el clientelismo es construir una sociedad menos subordinada al sector público. Entre menos gente dependa del Estado, directa o indirectamente, para su modus vivendi, menos poder tendrán las maquinarias. El problema no es solo la captura del Estado por unos pocos, como solemos decir, sino la captura de muchos, demasiados, por parte del Estado.
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