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Opinión

De la guerra al corazón

La música, como la vida, es un campo minado de alegría y de sufrimiento. Y es eso lo que la historia nos confirma una y otra vez; como si las guerras fueran imprescindibles para que avanzáramos, como si no hubiera otra forma de vivir, sino matando o muriendo.

Cuando Federico Chopin compuso en 1837 el Estudio n.° 1 en la bemol mayor, op. 25, quizás por su mente no transitaban imágenes desoladoras ni sonidos estridentes de guerra. Casi dos siglos después del deceso del genio polaco con cuyas obras se han musicalizado tantas películas alegóricas a la guerra, sus notas cargadas de brillo, oscuridad y nostalgia siguen sonando entre los escombros y las ruinas de la metralla. 

Un video grabado el pasado cinco de marzo al sur de Kiev muestra a una ucraniana destapando un piano de cola blanco ubicado en su casa recién destruida por los bombardeos rusos; la pianista intenta retirar rápidamente el polvo y las cenizas que yacen sobre el teclado para luego interpretar allí por última vez uno de los más bellos estudios de Chopin.

La conmovedora escena, acompañada con un recorrido que enseña puertas y ventanas fuera de su sitio, vidrios y muebles quebrados, y el desastre en que fueron convertidos los alrededores de la vivienda, parece producto de una obra cinematográfica; pero no, es la pura y dura realidad de Ucrania hoy, cuando más de 800 civiles han muerto desde que inició la invasión rusa el pasado 24 de febrero.                

La música, como la vida, es un campo minado de alegría y de sufrimiento. Y es eso lo que la historia nos confirma una y otra vez; como si las guerras fueran imprescindibles para que avanzáramos, como si no hubiera otra forma de vivir, sino matando o muriendo. Mientras en Ucrania es destrozada la vida de seres inocentes, en Rusia Putin organiza conciertos masivos donde exalta el objetivo principal de sus ataques: «liberar a los ucranianos del genocidio». Todo un absurdo orquestado bajo el lema «Por un mundo en paz, sin nazismo. Por Rusia».

Hacia 1830, el fracaso de la revolución polaca contra el dominio ruso obligó al joven Chopin a exiliarse en Francia, donde llegó a convertirse en uno de los más grandes pianistas y compositores de todos los tiempos. Su prematura muerte en París a los 39 años lo situó para siempre en dos patrias: la francesa y la polaca. En 1849, los restos mortales de Chopin fueron enterrados en el cementerio Père Lachaise de París; pero su corazón, por la expresa voluntad en vida del artista, fue llevado a Varsovia, su ciudad natal. 

Desde entonces ha estado allí, en una columna de la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, conservado en el interior de un frasco lleno de alcohol, y custodiado por un epitafio que reza: «Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón». Pero fue un conflicto bélico el único responsable de que el corazón de Chopin fuera alguna vez cambiado de sitio. En 1944, durante el levantamiento de Varsovia contra la ocupación nazi, la resistencia polaca le entregó el corazón a un alto oficial de las SS que lo resguardó hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, y lo devolvió a su morada tras haber cesado el conflicto. Todo, al parecer, por amor al arte. 

La historia de la pianista Irina Maniukina, contada en un video tan simple como complejo, se suma a otros relatos musicales de la guerra… Y, como El pianista de Polanski, nos recuerda que al final de todo somos mientras existimos; bien sea con un corazón latiente o con uno como el de Chopin, que ha trascendido la guerra creando atmósferas poéticas con su música.

@cataredacta

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