Cuando podría pensarse que no hay cabida para una restricción más en el absurdo universo de los talibanes, aparece una nueva prohibición que, por sí sola, enmudece. Tres años después de que el grupo fundamentalista se tomara el poder por la fuerza en ese país montañoso y árido del sudeste asiático llamado Afganistán, surge la primera declaración formal de leyes “sobre el vicio y la virtud”, un documento de más de cien páginas entre las que se prohíbe que la voz de las mujeres sea escuchada en espacios públicos. Es frustrante darse cuenta de que, después de esto, cualquier injusticia de mayor tamaño puede venir para las niñas y mujeres que habitan esa tierra apresada por la locura talibana.

En 2024, las afganas no pueden hablar, cantar o recitar absolutamente nada fuera de sus casas. Como tampoco pueden, según la disparatada ley islámica o sharía, mirar a hombres que no tengan ningún tipo de parentesco con ellas. Hoy, ser mujer en Afganistán significa no tener voz. Porque la voz femenina representa la tentación que hace ‘pecar’ a los santos hombres. La voz de ellas ‘ensucia’ el oído de ellos. Así como el rostro o cualquier parte del cuerpo que exhiba una mujer en ese país en el que el extremismo opera como un diablo es objeto de sanciones absurdas como advertencias de castigo o amenazas verbales, confiscación de bienes, detención de una hora a tres días en cárceles, entre otros tipos de castigo que lleguen a considerarse “apropiados”.

Los seres humanos existimos en tanto que nos expresamos. «Cogito ergo sum», dijo Descartes en el siglo XVII, sentando las bases del racionalismo occidental. El raciocinio y su expresión a través de la oralidad es lo que nos permite ser y, a su vez, manifestar lo que somos. En la independencia del pensamiento de cada persona (mujer u hombre) radica aquello que nos define como organismos integrados en un cuerpo que siente, una mente que piensa y un espíritu que habla. La mezquina ley del silencio que restringe el derecho a las mujeres afganas de expresarse en libertad tiene el poder de apagarles, junto con la voz, el alma.   

Aun estando lejos de la llamada ‘ley de moralidad’ de los talibanes, todos deberíamos condolernos por la siniestra realidad que para las mujeres afganas representa el ser mujer. El rescate de su voz debería ser una tarea de la humanidad, precisamente, en honor a nuestra condición humana. «La vida sin la música sería un error», se lee en El nacimiento de la tragedia. Esa bella idea de Nietzsche es un preludio para este cierre que con mi timbre femenino quisiera gritar en Afganistán: la vida de las afganas sin su voz es un error.