«En mi infancia solo conocí dos días especiales para agasajar personas: el Día de la Madre y el Día del Maestro», escribió mi papá en su agenda de 1998 en donde, como ha sido costumbre suya desde que recuerdo, todos los días de todos los años narra experiencias cotidianas de su vida y de la de otros; no en balde, es sociólogo de profesión. Como inicia esta columna, inicia la página del domingo 14 de junio de ese año en que Francia se coronó campeón del fútbol mundial en París.
«Del primero, los símbolos que guardo en la memoria son el del privilegio de llevar junto al pecho un clavelito rojo con el significado de mi madre viva; y el otro, el de la compasión por uno u otro amigo de la escuela, con un clavelito blanco, y su carita triste por no poder ese día besar a la madre muerta», dice mi papá en esa narración que le inspiró entonces el Día del Padre, una fecha que carece de sentido si solo nos preocupamos por qué cosa regalarle a ese hombre que hizo posible la vida de uno y, con tímidos o titánicos esfuerzos, ha hecho posible tantísimo más.
«Pienso que este día uno debe ser más papá que nunca», dice mi mago de las letras de oro. El que es padre es padre todos los días. Ni la ausencia, ni el dolor, ni la lejanía son barreras para acortar la mecha que mantiene encendido el eterno asombro de sabernos hijos de quien ha puesto alma, vida y corazón en todo cuanto esté a su alcance para que salgamos avante. En un papá también se puede reconocer el amor maternal o la ternura que suele atribuírseles de forma casi exclusiva a las madres, como si las mujeres fuéramos las poseedoras universales de la dulzura.
Henry Jackson Smart fue un veterano de la Guerra Civil estadounidense que tras la muerte de su esposa quedó a cargo de la crianza de sus seis hijos. En 1909, Sonora Smart Dodd, una de las hijas de ese valiente hombre, propuso en honor al que fuera su padre que se estableciera un día especial para homenajear a los que, como el suyo, lo son todo para sus descendientes. Quince años después, su propuesta hizo el eco suficiente como para que en ese país se estableciera a partir de entonces (1924) el tercer domingo de junio como Día del Padre.
Cien años después, el eco de Sonora se sigue escuchando en diversas partes del mundo, como en Colombia, donde hoy celebramos a nuestros padres. Al mío, que sin bajar la guardia ha estado al pie del cañón de lo que soy, y que hoy es más papá que nunca, dedico estos versos de Lorca: «Padre, muchas gracias por la herencia dormida, por la carta cerrada, por el vaso de agua, por el pan que me diste y por la sangre mía».