Qué pesado se vuelve todo cuando se torna tan ligero. El mundo de hoy está lleno de cosas vacías, como los miles de millones de publicaciones que a diario circulan en las redes sociales y que solo benefician a unos cuantos, como todo aquello que es creado con un objetivo egoísta, mientras la multitud se pierde en el hoyo profundo de la futilidad. Desde que apareció la figura de los influencers, toda acción cotidiana empezó a tener un precio. La intimidad de las familias comenzó a desvanecerse. La vida en pareja se expone como si los asuntos ya no fueran de dos, sino una cosa pública. Y los niños ni siquiera han nacido, cuando ya toda la gente los “conoce”.
Hoy vemos el caso de un influenciador colombiano que está siendo denunciado ante el ICBF a través de redes sociales con una compilación de varios videos en los que el hombre maltrata de forma física, mental y emocional a su hija de cuatro años, solo para crear contenido “chistoso” y así entretener a sus seguidores. La cereza de este pastel amargo es que la madre de la niña -también influenciadora y víctima de sus maltratos- aparece en esos videos celebrando las monerías de su esposo… como si burlarse de la inocencia de la pequeña tuviera gracia alguna.
El término influencer hace referencia a una persona con capacidad para influir sobre otras, en especial, a través de las redes sociales. Hoy muchos quieren ser eso. Seres que produzcan ciertos efectos sobre el resto. Hoy la mayoría de los niños desestima su realidad más cercana por acercarse más a lo virtual o remoto. Y no lo hacen por decisión propia, sino porque sus propios padres construyen para ellos un universo idealizado, en el que los filtros sustituyen su identidad por cualquier otra: la de un perro, un alienígena, un orangután o un unicornio…
Que las redes sociales existan no es el problema. El problema es cómo las usamos y para qué lo hacemos. Qué ganamos consumiendo cierto tipo de información. Y qué perdemos mientras el tiempo se nos va saltando de una historia a otra. El hambre de poder se ha traducido hoy en el hambre de seguidores y likes. Hacer que nos vean es el Santo Grial de nuestro tiempo. Y ese tampoco es el problema, sino que el precio que paguemos sea tan alto como perder nuestra intimidad o, lo que es peor, privar a los niños en su natural y tierna candidez del derecho a la intimidad que por ley les corresponde.
Muchos de los llamados creadores digitales que colman las redes sociales no hacen más que compartir ‘contenido’ sin contenido. No se justifica que haya quienes ganen más reproducciones y crecimiento en redes mientras su hija padece sus incomprensibles bromas. Ella es usada como objeto de burla. Solo que, a diferencia de los bufones de las cortes medievales o renacentistas que eran presa de las más pesadas chanzas, la niña no es consciente del porqué de las afrentas contra su dignidad.
El hecho de producir contenido para redes sociales no puede estar por encima de los derechos de nadie. No hay objetivo ni meta que justifique la exposición de un menor de edad a ultrajes de ningún tipo.
Porque la salud mental no es un juego de niños. Y con la salud mental de los niños no se juega.
@cataredacta