A casi tres semanas de haberse escrito la que parece ser una nueva página sobre ‘falsos positivos’ en Colombia, son muchas más las preguntas que las respuestas sobre lo ocurrido en la vereda El Remanso, en Putumayo. ¿Por qué el Ejército atacó a civiles? ¿Por qué abaleó a personas desarmadas? ¿Por qué no tuvo en cuenta la presencia de menores de edad al abrir fuego contra esa comunidad? ¿Por qué hubo cuerpos sin vida que fueron reacomodados? ¿Por qué miembros del Ejército se presentaron gritando: “No somos Fuerza Pública, somos guerrilla”? ¿Por qué manipularon la escena del crimen poniendo fusiles sobre gente muerta?
La única réplica del Gobierno hasta ahora se escuda en que su misión fue clara y su operativo fue planificado minuciosamente; una escalada militar que tenía «información de inteligencia» sobre la presencia de miembros de células terroristas y narcotraficantes en esa ubicación. Para entender la respuesta de Iván Duque primero habría que preguntarse qué concibe él como inteligencia. Porque lo que ocurrió en El Remanso, donde murieron campesinos, indígenas y líderes comunales, no fue un acto de inteligencia, sino más bien uno de brutalidad.
Brutalidad que desde hace tantos años se ha venido aplicando en Colombia, país donde en la irónica e iracunda seguridad democrática los ‘falsos positivos’ resultan más efectivos que el desarrollo de verdaderas políticas públicas que, en vez de destruir, construyan personas. Aun con la contundencia de la barbarie, evidenciada en testimonios de sobrevivientes al tiroteo, Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, defiende la legitimidad de la difusa operación y dice que esta se enmarca en el derecho internacional humanitario. ¿Qué sabrá Zapateiro sobre derechos humanos?
A la gente de Puerto Leguízamo se le deben respuestas claras. Como también nos las deben las autoridades (in)competentes a quienes estamos lejos del Putumayo y nos duele la realidad de este país, siempre bañado en sangre. A simple vista, no existen razones que justifiquen el brutal ataque contra quienes el pasado 28 de marzo departían en un bazar con fines recreativos y de recolección de fondos para, curiosamente, atender las necesidades de la zona que los gobernantes no atienden.
No hay explicación que valide la muerte de once personas -entre ellas, un menor de 16 años y una mujer en embarazo- como consecuencia de una dudosa misión militar que ni siquiera esboza resultados palpables. Según el Ejército Nacional y el ministro de Defensa, la operación en cuestión pretendía ubicar a Carlos Emilio Loaiza Quiñonez, alias Bruno. Con un saldo tan alto de civiles caídos en lo que no podemos llamar combate es más que paradójico que el supuesto ‘golpe’ a las disidencias de las Farc no le haya alcanzado al Gobierno para abatir a su objetivo principal. Hablan y hablan de Bruno, pero ¿dónde está?
¿Por qué la Fiscalía tuvo conocimiento de lo que podría considerarse una masacre siete horas después? ¿Por qué el Ejército no le dio prioridad a lo humanitario por encima de su objetivo de guerra? Los muertos del Putumayo, como tantísimos otros, nunca conocerán las respuestas que merecen. ¿Las conoceremos nosotros?
@cataredacta