Transcurría el siglo XIX cuando la humanidad pudo comprobar que la causante de una enfermedad transmitida por las pulgas, y conocida como la peste, era una bacteria llamada Yersinia pestis. Para entonces, tanto la gravedad como la incidencia del mortífero mal -cuya primera aparición se remonta al siglo VI- ya estaban disminuidas, si bien durante su irrupción en la Europa medieval había dejado alrededor de 30 millones de muertos. Muchas fueron las creencias y razones –entre divinas y humanas- que, por desconocimiento, le fueron atribuidas a esta epidemia también llamada peste negra, sin embargo, si hubo algo que la hizo todavía más aterradora, fue la impotencia de los hombres frente a ella; su manifestación repentina y la imposibilidad de saber su procedencia o de conocer su tratamiento. Porque, además de lidiar con un letal enemigo que solía llegar de forma súbita, para la gente era quizás más pavorosa la incertidumbre de saber que, para efectos de contagio, la enfermedad no discriminaba ensañándose sorpresiva y fatalmente con el cuerpo de sus víctimas. En resumen, se estima que la peste negra cobró la vida de más de 200 millones de personas.
Incubada en las emociones malsanas del ser humano, y avivada por la inmediatez que da la tecnología, hoy en día otra pandemia amenaza con propagarse. Es la enfermedad del odio motivado por diferencias raciales, que empieza a manifestarse sin razón ni compasión; un creciente nacionalismo que se extiende en el planeta con pronósticos aterradores, y que ha comenzado a estallar en los Estados Unidos como si fuera una peste que sugiere consecuencias catastróficas. Tanto los múltiples episodios presentados anteriormente, como los cruentos sucesos de Texas y de Ohio, dan cuenta de que las matanzas colectivas motivadas por la xenofobia lejos de ser casos aislados producto de seres excéntricos, son obra de seres enfermos, y bien pudieran compararse con síntomas del ataque de una especie de bacteria que pronto podría causar una pandemia. Pero, no deja de resultar conmovedor que los agentes trasmisores, las pulgas que contaminan en estos tiempos mediáticos, sean figuras como el propio presidente Trump, un nefasto representante de la corriente ultraderechista que busca aprovechar políticamente un populismo del que, como bien dijo el expresidente Obama, él “es un síntoma, no la causa”. Es el odio racial que, como la peste negra, en su fase de contagio no reconoce diferencias, el odio que es “una fabricación de privilegiados y poderosos que nos quieren mantener divididos” según dijo el mismo Obama, y que, en época electoral, prolifera en los discursos.
Qué pena da imaginar, cuando la peste contemporánea haya cobrado la conciencia y la vida de millones de inocentes, el futuro de la nación que se precia de ser la más poderosa del planeta. Claro está que, salvadas las diferencias, si por allá llueve, por acá tampoco escampa.
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