El Heraldo
Opinión

Carnavales vallenatos

Los carnavales vallenatos fueron perdiendo fuerza en la medida en que el Festival se fue consolidando. Hasta entrados los ochenta, la fiesta comenzaba el 6 de enero (aniversario de la fundación de la ciudad) con una alborada que, despertando al pueblo entero, daba la bienvenida al regocijo bajo los acordes del Amor amor. En ese entonces el pueblo era pequeño y todos nos conocíamos, de suerte que cada quien entraba hasta los patios de las casas en las que se ofrecía desayuno para todo el que quisiera.

Célebres fueron algunos personajes de la ciudad por su espíritu carnavalero. Yo era muy niño y Oscarito Pupo -vecino de mis abuelos maternos- era ya bastante viejo, pero recuerdo con nostalgia y cariño las magníficas fiestas que, junto a su esposa Carmen Pupo, Mamina, organizaba durante esta época en su inmensa casona esquinera frente a la catedral.

Recuerdo también a Víctor Cohen Salazar, el hombre que llevó el mundo a Valledupar, a quien le gustaba recorrer las calles disfrazado de mil maneras y quien murió, como siempre lo soñó, un sábado de carnaval; a Sanín Murcia encabezando los desfiles en su viejo jeep con la cabrilla a mano derecha; a Carlos Vidal, un riohachero que usaba un sombrerito de paja con plumas de colores; y, por supuesto, a Armando Maestre, quien permitía que su casa colonial en la plaza Alfonso López sirviera como guarida de quienes esperaban el paso del desfile, la tarde del sábado de carnaval, para atacarlo desde el balcón con bolsas de papel rellenas con maicena, convirtiendo esa esquina en una verdadera batalla campal.

A ninguno de ellos los animaba el negocio, sino la alegría.

Poco a poco todo esto se vino abajo, no sólo porque la ciudad no podía detenerse durante tres grandes fiestas el primer semestre del año, contando la Semana Santa, sino también –y especialmente- porque la inseguridad comenzó a hacer de las suyas. Con la aparición de la guerrilla y las amenazas de secuestro Edgardo Pupo Pupo, siendo gobernador, firmó un decreto donde prohibía los capuchones. Esto, de alguna manera, fue para esta fiesta su estocada final.

En varias ocasiones se ha intentado recuperar tan alegre tradición. La última vez sucedió durante la alcaldía de Fredys Socarrás, un hijo del Cañaguate, que es el barrio que más ha sabido guardar las tradiciones del Valle. Desafortunadamente los desfiles en las calles se convirtieron en esa ocasión en desorden, caos y vandalismo.

La fiesta se ha mantenido en casetas, fiestas privadas y clubes sociales, donde nunca faltan las comparsas. Estos últimos sábados, incluso, he visto desfilar a pequeños grupos de carnavaleros por algunas calles de la ciudad. Pero ya no es lo de antes. A pesar del esfuerzo y la nostalgia de unos pocos, el espíritu se ha perdido.

Ojalá volvieran estas fiestas, pero animadas más por el deseo popular que por el afán de unos cuantos de ver cuánto le pueden sacar al alcalde de turno.

@sanchezbaute

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