Por más que se quiera intentar explicar y por mucho que uno suponga estar preparado, tu nacimiento una madrugada de jueves hace poco más de 23 años transformó para siempre la vida de tu madre y la mía. Recuerdo con nostalgia la cara de tus abuelos mirándote en absorto silencio cuando la médica me permitió sacarte unos segundos de tu cuna. Eras un bebé perfecto que había llegado en el momento justo. El orgullo mezclado con el susto que produce la enorme responsabilidad de velar por una nueva vida en un mundo caótico y emproblemado aparecía cada cuanto en las primeras noches de insomnio que siguieron a tu llegada. ¿Seremos capaces de educarte bien? ¿Qué te traerá el futuro? ¿Podré protegerte como lo necesitas? ¿Serás feliz? Seguro que todos los papás, y más los primerizos, nos lo preguntamos desde el segundo cero.
Aún bebé ya mostrabas un especial temperamento: Querías correr antes de caminar y caminar antes de gatear, todo te llamaba la atención, todo lo mirabas, todo lo tocabas. Y ni qué decir cuando empezaste a hablar… Fue como si se abriera un grifo de preguntas que más de una vez nos pusieron en apuros a tu madre y a mí. Eras, así te decía, un ser parlanchín de color rosado que no quería perderse ni la cerrada de una puerta. Esa velocidad de tu cabeza no siempre era seguida con la misma aceleración por tus sentidos o tu motricidad, por lo que tuvimos que buscar ayuda. Afortunadamente todo terminó bien, aunque en el camino nos tropezamos con colegios de anacrónicas formas que no supieron, no quisieron o simplemente no podían con lo que tu espíritu pretendía. Ahora nos acordamos con una sonrisa, pero fueron épocas duras que pasaste lo mejor que se pudo.
Y en ese seguir creciendo, llegar a la adolescencia, empezar a descubrirte y seguir haciéndote preguntas, encontraste en la lectura una pasión que llegué, lo confieso, a envidiarte; aunque te agradezco que reconozcas que se lo debes a tus padres. Leías y leías como si no hubiera un mañana. El que estudiaras filosofía era tan lógico como maravilloso, y lo era más el verte defender tu decisión ante tanta gente que sigue menospreciando el enorme valor de las humanidades en un mundo en el que ser humano cada vez parece valer menos.
Pero en medio de todo era claro, o por lo menos así lo sentíamos tu mamá y yo, que algo te incomodaba y te impedía sentirte plena y bien. Algo, sencillamente, no te convencía; y la respuesta a esa inquietud te hizo libre y, si se quiere, nacer de nuevo. El molde con el que naciste no te llenaba, y con obvio temor pero también con valentía asumiste el dejarlo atrás. No se trata de un asunto semántico ligado a cambiar un pronombre. Se trata de ser feliz. Si tu felicidad pasa por liberarte del corsé de un nombre, una apariencia y unos paradigmas que se te impusieron sin preguntarte, pues se feliz. Yo también lo seré. Amé a mi hija, y ahora amo a mi hijo.
Y como siempre, leerás estas letras antes de que se publiquen.
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@alfredosabbagh