Sé que la foto existe, pero ahora la veo con la memoria. Cumplía yo un año y estábamos en la playa. Traigo puesta una camiseta azul y una especie de vestido de baño que no alcanza a tapar el pañal. Estoy sentado en un bordillo o una silla de la que cuelgan las regordetas piernas de un bebé que se sabía querido. Con mi mano sostengo una pequeña rama de hierba o algo parecido al frente de la cara de mi padre, que hace el ademán de meterse a la boca las hojas aparentemente verdes. Tiene el cabello tupido, casi largo, está sin camisa, exhibiendo los músculos que aún podía a sus 24 años recién cumplidos. En esa época era común ver padres tan jóvenes. Los míos se casaron a los 22 y 19, y antes de los 30 ya tenían 3 hijos. Yo soy el mayor.
Como casi todo hijo, a mi papá lo veía grandote, fuerte, descomunal. Otras fotos muestran cómo llenó mi cuarto de aeromodelos armados por él mismo que no sobrevivieron a mi gateo y primeros pasos. Siempre quiso ser piloto, y logró serlo canjeando el curso en el desaparecido Aeroclub por viajes terrestres de carga, en aquel entonces el negocio familiar. De todo eso me quedó la fascinación por la aviación y por los mismos aeromodelos que ahora adornan un lugar especial en mi casa. Mi papá, y sumo a mi mamá a la historia porque injusto sería no hacerlo, me enseñaron también a ser Juniorista a punta de escuchar sagradamente las narraciones de Perea y también los cuentos que hacían mención a cuando se iban para el Romelio desde las 9 de la mañana para ver jugar a Dida. Ver brincar a mi viejo de alegría ese diciembre de 1977 mientras escuchaba en un radio dorado con forma de globo terráqueo los goles de Lorea y Aguilar marcó el inicio formal de un amor irreductible.
Amor también el que fomentaron por la lectura. Hasta cuando la vista se lo permitió mi papá fue un lector voraz. Recuerdo como si fuera ayer las colecciones de clásicos en versión infantil con que empezó a llenar los estantes de la imaginación de sus hijos.
Llevados igualmente por mi madre, dicen ellos que empezamos a leer desde antes de entrar al colegio. Les creo.
Medio siglo después ese joven de torso desnudo que jugaba con su hijo de un año en la playa yace indefenso en una cama de hospital. Terco como siempre, lucha y respira a pesar de los pronósticos y hasta que Dios diga “basta”. Le pongo música, le cuento cosas de sus nietas. Quiero creer que me escucha, y me consuela creerlo. La foto que veo ahora tiene pocas semanas. Estamos mis hermanos juntos luego de casi 15 años a su lado en el hospital. Mi hermana lo visitó la semana antes. Casi coincidimos todos. Le tomamos de la mano y alcanza a sonreír. Ahora soy yo el que le limpia los labios con que antes mordía la rama que le acercaba en la playa. El ciclo, como debe ser, se cierra.
No fue, porque nadie lo es, un papá perfecto; pero los años y la madurez permitieron perdonarle y perdonarme. Me quedo con lo bueno.
Turno uno de despegue por la 23, capitán Sabbagh. A su discreción. Buen vuelo.
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@alfredosabbagh