Corrían las elecciones presidenciales de 1978 cuando el entonces candidato y luego presidente Julio César Turbay Ayala pronunció la máxima que bien puede resumir la más grande de nuestras tragedias: “Hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones”. El aparente galimatías no ocultaba lo que como nación se nos ha convertido en un vergonzante lastre, que no es nada distinto a acostumbrarnos a un supuesto tolerable nivel de corrupción dentro del status quo, sea este de cualquier esfera. De hecho, la frase se ha actualizado al “roban, pero hacen” con que se pretende justificar un estilo de trabajo en lo público que pinta fachadas a la vez que esconde la suciedad debajo de la alfombra.
¿Es acaso utópico pensar en que esa justa proporción algún día desaparezca? Responder la pregunta implica de primeras aceptar que la corrupción existe, está enquistada, y se manifiesta de múltiples formas; que van desde lo venial de pagar por acelerar un trámite o dejar pasar una multa de tránsito hasta situaciones entendidos como más graves y relacionados con coimas para obtener contratos, pagar por un voto o adulterar los resultados de un examen o una licitación. Todo, en últimas y así cueste llamarlo por su nombre, es igual de malo e igual ejemplo de lo que hemos normalizado.
Esa normalización incluso lleva a pensar que sin esas “justas proporciones” se paralizarían, o cuando menos se harían engorrosos, muchos procesos. El mismo sistema plagado de talanqueras amparadas en leguleyadas anacrónicas propias de un mundo análogo se encarga de abonar el terreno donde esa corrupción aparentemente venial crece y se sostiene. De allí a normalizar la entrega de un porcentaje del contrato al padrino político, a quien tramita o a quien firma la autorización del pago hay apenas un paso. Más bien había. Ahora todo es igual.
La corrupción es la peor de nuestras enfermedades crónicas, y siendo realistas, si empezáramos hoy a tratarnos con seriedad, apenas en dos generaciones podríamos ver resultados. La llevamos tan tatuada que ya parece parte de nuestro código genético. Algo va de la picaresca malicia indígena a la corrupción generalizada y rampante que nos rodea. Seguirla negando, excusando o minimizando es igual a verla hacer metástasis.
Toca apelar a la utopía para creer que como sociedad no estamos lejos del despertar del marasmo colectivo en el que llevamos cabeceando desde hace casi un siglo. No existe ni es justificable ninguna medida justa para la corrupción distinta a que no haya. Así de claro.
Algún día…
@alfredosabbagh