La protesta social es un derecho legítimo que tenemos todos los ciudadanos. Así lo proclama la Constitución en los artículos 37 (toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente), 20 (libertad de expresión), 38 (libre asociación), 56 (huelga) y 107 (posibilidad de fundar y organizar movimientos).

Es tan amplia esta opción ciudadana, que hoy apelo a ella para protestar contra la protesta.

Es cierto que tenemos dolorosas razones para estar inconformes.

Nos lastima que sigan matando dirigentes sociales. Nos alarma el afán guerrerista de quienes reclutan niños a la fuerza y también de quienes los matan. Nos llenan de interrogantes los acuerdos comerciales que está firmando el presidente Duque.

Con todas esas posturas hemos llenado las redes sociales. Lo que pensamos sobre una cosa y las otras, ya lo saben Duque y su equipo de gobierno. Esperamos ahora que actuén.

Pero Colombia, con el perdón del vecindario, no es Bolivia. Tampoco Chile.

En nuestro país hemos tenido históricamente una tradición democrática, que nos ha permitido crear instituciones para el diálogo y la reivindicación.

Si no estamos de acuerdo con algunas decisiones, basta con apelar a los organismos de control, los órganos del poder judicial y los hacedores de las leyes, o a mecanismos como las consultas populares o la tutela.

La razón por la que hemos sido tímidos laboratorios de las políticas neoliberales, se debe, justamente, al equilibrio que, con todas las arremetidas extremas de la derecha y de la izquierda, hemos mantenido a través de los tiempos.

En la nación de los Aimaras hubo aparentemente un voto popular que el presidente Evo Morales no quiso reconocer. Cualquier líder lo habría podido hacer, menos Morales, en quien los bolivianos veían la representación de una nueva clase política después de las épocas aciagas (1964-1982, especialmente) en las que hubo 14 dictadores.

En Chile, por su parte, aún se pasean los fantasmas de la autocracia militar de Pinochet, que les dejó una Carta Política que los partidos han temido cambiar. Allí, evidentemente, hay problemas de desigualdad como consecuencia de la concentración salvaje de la riqueza producida a borbollones.

En ambas naciones se rompieron los canales de diálogo. No hubo ni voluntad política ni institucionalidad que respondiera.

Colombia –insist– es otra cosa. A menos que la apuesta sea tumbar al Presidente, cosa que, si me lo permiten, está muy lejos de suceder justamente por la tradición de la que hablo, hay maneras de resolver lo que nos inquieta sin el riesgo de coadyuvar empresas políticas venidas a menos ni ambientar el accionar de los radicales que parecen no haberse enterado que el muro cayó hace 30 años.

Lo que en verdad me preocupa es convertirme en idiota útil de los menesterosos de la anarquía, que lo único que quieren es que el país arda, como lo hace su patio.

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@AlbertoMtinezM