En el afán de entender la realidad, tendemos a simplificarla. Lástima que constantemente la complejidad de lo humano nos muestra lo irreal de esas comprensiones simplistas que hacemos. Nada es tan simple como cuando lo explicamos. Por ejemplo, en estos días todo se trata de solucionar desde los conceptos propios del maniqueísmo: “Si estás conmigo, eres bueno; si piensas distinto a mí, eres malo”, ese relato recorre nuestras calles físicas y digitales.

Todo se ve en términos de amigos y enemigos, de blanco o negro. Eso alimenta el fanatismo que pide la eliminación del otro. El maniqueísmo genera dioses intocables y perfectos que son adulados hasta por sus errores y tienen congregaciones de seres que olvidan su capacidad crítica para ser áulicos arrodillados que desconocen la razón. En lo religioso, en lo político y en lo económico existen estos dioses y estos seguidores ciegos, sordos y hasta mudos, que los adoran. Nada más antidemocrático y poco inteligente que este tipo de comportamientos.

Estanislao Zuleta lo dice así: “Salir del maniqueísmo es una de las exigencias de la democracia y es la exigencia de los derechos humanos, porque los derechos humanos son de todos. No se trata de que yo defienda mis derechos, pero no los de los demás”. Si solo piensas en ti e impones esas verdades que consideras absolutas, no puedes creerte demócrata. No hay que temer a la verdad del otro. No se trata de abdicar de nuestras conclusiones y apropiaciones, sino de entender que la complejidad de la realidad siempre nos permite dudar, aprender y reconocer versiones distintas.

Abrirnos al otro y a sus argumentos es el camino. Los dogmas existenciales dan seguridad, pero empobrecen. Un criterio que me permite vivir en esta complejidad humana es entender que a pesar de las diferencias tenemos la misma dignidad. Nadie vale más que nadie, por ninguna razón.

Nadie más claro y firme en sus opciones existenciales y su actitud de amor, servicio y perdón que Jesús de Nazareth. Esa es la mejor posibilidad de relacionarnos con los otros. Ahí está la clave: no se logra armonía desde la violencia del maniqueísmo. Los inquisidores y cruzados de las redes sociales tienen que entender que el odio siempre pudre todo lo que toca. Las posibilidades de entendernos y convivir tienen su base en la aceptación de la complejidad y la comprensión de las diferencias.

A golpes, gritos y desprecio solo generamos más heridas y resentimiento. Es el amor el que puede responder a lo complejo de la realidad y transformarla. Por eso tenemos que amar más y negarnos a que el odio nos instrumentalice y nos pudra por dentro.