No hay muchos motivos para celebrar, es cierto. La humanidad se halla en una encrucijada, un momento crítico de avance e involución, no es improbable un cataclismo en cualquier momento, una catástrofe magna que haga reinar de nuevo las tinieblas en un antiguo mundo de primates religiosos, en el cual el único vestigio de la vida serán las cucarachas. Sin embargo, ahora que comienza el penúltimo mes del año, quisiera hurgar en las pequeñas cosas de la vida y permitirme un paréntesis de moderado optimismo y de nostalgia. Como dice Nuccio Ordine, a menudo la grandeza se percibe mejor en las cosas más simples.
Padre dice que a diciembre hay que disfrutarlo desde el mes de noviembre, pues si esperamos su llegada, sus días fugaces se nos escaparán sin darnos cuenta. Esa es la razón de ser de estas líneas, escritas a principios de noviembre, pero con la mirada puesta en la breve distancia de diciembre, como un náufrago que atisba una embarcación en el horizonte.
Pese a haber abjurado desde la adolescencia de toda práctica religiosa, decía Germán Espinosa, sigo celebrando cada diciembre, acaso como un tributo a la niñez, en la que el universo parece manifestarse como algo milagroso y clemente. Resulta curioso, que ni siquiera el autor de Los cortejos del diablo haya conseguido sustraerse al extraño sortilegio decembrino. No es un asunto que concierna a la fe, sino, a la tradición, a la cultura. Un mandato de obligatorio cumplimiento que entra por los sentidos y se aloja en la memoria. ¿Cómo puede alguien desoír la proclama de Celia Cruz sobre la nochebuena? ¿Quién es capaz de rechazar el rabito del lechón de doña Santos o los pasteles bien picantes que cocina Flor?
Borges, el agnóstico que tenía a la Biblia como el mejor de los libros de ficción que había leído, se partió la cabeza en la nochebuena de 1938, entró en una clínica porteña y salió de ella a escribir Pierre Menard, autor del Quijote. La argentina Mónica Maristáin publicó en 2011 la antología El último árbol, que viene a confirmar que la tradición de los cuentos de navidad sigue viva a pesar de que, de dientes para afuera, todos en América Latina abominamos de ella. Aunque los cuentos contemporáneos no suelen traer moralejas ni participar en esa magia redentora por medio de la cual los malos se convierten en buenos y los buenos en mejores el día en que se celebra el nacimiento del niño Dios, se erigen de todos modos en un testimonio irrebatible de que la ocasión navideña es todavía un buen tema para los escritores.
Diciembre entra por los sentidos. Tal vez por ello, siempre lo he asociado con los olores. El primero y más importante de los cuales es el de la pintura. Desde muy niño me percaté de que hasta el más humilde de los vecinos de mi cuadra pintaba su casa en este mes. Por esta razón, sin importar la fecha, cada vez que alguien destapa una lata de vinilo, yo percibo en la distancia los acordes entrañables de Rufo Garrido, anunciando el eterno retorno de la ventolera…








