En Romería, Carla Simón regresa a los territorios que han marcado su obra previa: la familia, la infancia y la memoria. Sin embargo, esta vez da un paso más allá, al mezclar ficción y realidad e incorporar elementos de experimentación visual, dando forma a un diario profundamente íntimo. La película, estrenada en el Festival de Cannes, parte de un lugar muy personal para la directora y se percibe como su trabajo más arriesgado hasta la fecha.

La historia sigue a Marina, (Llúcia García) una joven adoptada que viaja a Vigo en busca de un documento que confirme la identidad de su padre biológico. Lo que comienza como un trámite para conseguir una beca de estudios se convierte en un viaje emocional, al enfrentarse con una familia que la rechaza en silencio y con una historia que ha sido cuidadosamente borrada. A través de las cartas de su madre, Marina empieza a reconstruir ese pasado que le fue negado, y a preguntarse quién sería hoy si hubiera crecido en ese otro entorno.

García, en el papel principal, aporta una naturalidad que encaja muy bien con el tono íntimo de la primera parte del filme. Y es ahí donde Romería brilla más, con esa mezcla de momentos cotidianos, silencios incómodos y emociones contenidas. Hay algo muy honesto en la forma en que se retrata la tensión familiar, especialmente cuando aflora el clasismo y los estigmas alrededor del sida y la drogadicción, temas que se siguen tratando con vergüenza y prejuicio.

Sin embargo, en su último tercio, la película cambia de rumbo. Simón introduce una secuencia onírica que, aunque visualmente atractiva, rompe un poco con la línea narrativa que venía construyendo. El simbolismo gana peso, pero también diluye parte del impacto emocional que tenía el relato.

La dirección de fotografía de Hélène Louvart merece una mención especial, con una cámara que logra desplazarse con suavidad entre presente y pasado, sin necesidad de grandes transiciones. Esa capacidad de sugerir, más que mostrar, acompaña perfectamente la atmósfera de una película que habla más con gestos y miradas que con grandes diálogos.

Romería es, en definitiva, una obra valiente, a ratos dura, a ratos muy poética. Puede que no tenga la fuerza narrativa redonda de Summer 1993 o Alcarràs, pero gana en profundidad emocional. Es un retrato de lo que se hereda, de lo que se calla, y de cómo el pasado siempre encuentra la forma de volver.

No es una película para todos los públicos, ni lo pretende. Es más bien una pieza que pide paciencia, empatía y cierta disposición a dejarse llevar por lo que no se dice.

@GiselaSavdie