Contrario al efecto esperado, su historia espoleó aún más mi curiosidad, en vista de lo cual, y por recomendación expresa de mi maestra, para quien mi calenturienta imaginación no podía estar exenta de demencia, María Aurora juzgó conveniente que pasara una corta temporada en El Altozano, la hacienda de mi abuelo, donde ella había nacido, donde yo estaría a salvo, al menos por un tiempo, de la influencia perniciosa de tanto palabrero descarriado, y al decir esto siempre miraba a Heródoto con el rabillo del ojo, sin embargo, nunca llegué a estrechar la mano de Apolonio, en la víspera del viaje, luego de perder las esperanzas de que algún indeterminado Oricha evitara mi partida, un desconocido golpeó nuestra puerta y, sin ningún tipo de ambages, como quien entrega un recado cualquiera, le hizo saber a María Aurora que su padre se había desnucado al caer de un alazán, no fueron aquellos los mejores días, ciertamente, Heródoto y María Aurora, apesadumbrados, debieron coger el camino de El Altozano, yo, por ser el primogénito, quedé al frente de la casa, pero como era genéticamente incompetente para ostentar semejante dignidad, la cedí gustoso a mi hermana Raquel y me exilié en la biblioteca, debo confesar, aquí, ahora, con el mismo brebaje etíope entre las manos, con casi cincuenta años a cuestas, que ingresar en aquel recinto supuso en aquellos días un franco descenso a la necrópolis, lo cual me agradó sobremanera, dicho sea con toda honestidad, me fui derecho al desvencijado armario del horror, al círculo de las bestias infames, al decir del bardo florentino, una suerte de anaquel de arena, del cual veía brotar ilimitadas páginas de pesadilla, fue allí, arrellanado en una estera de palma, libando café como un derviche, donde saqué en claro que los monstruos literarios eran un fraude, un auténtico fiasco, palomitas volantonas frente a los esperpénticos buitres orejudos de la realidad, pues no cabía comparación alguna entre el irascible “matagatos” que destroza el cráneo de su mujer y el engendro leviatánico de Shi Huang Di, el Primer Augusto de China, el constructor pirómano que precipitó a su infierno de dieciocho galeras más de un millón de obreros mal contados, uno por cada piedra de su desmesurada muralla, según recuerda el cónclave de los siete sabios del bosque de bambú, convocado a las volandas en cuanto se supo que el mercurio y el “amansaguapo” habían estropeado, por fortuna, el anhelo de inmortalidad de la joyita, como tampoco hay licántropo en luna llena que pueda hacerle sombra a la sagrada jauría de tafures que pasaron a cuchillo a veinte mil sarracenos en Maarat y se los comieron asados a la llanera, el demonio de la perversidad del genio bostoniano es, asimismo, un diablito de caramelo si se le compara con el supremo instigador Odón de Lagery, conocido por la cristiandad con el alias de Urbano II, el venerable pontífice que a punta de labia embarcó a la prole de Abraham en las Cruzadas, sacrosanta carnicería que cobró más de tres millones de vidas, qué decir del malagueño saleroso Pedro Blanco Fernández de Trava, el más oscuro de los negreros, que sin embargo luce como un abolicionista imberbe frente al huérfano estepario Temujin, un tal Gengis Kan, Gran Señor del Kaganato, que edificó el imperio más descomunal de la historia sobre los cimientos de cuarenta millones de cadáveres insepultos, en fin, vampiros, cíclopes y tragaldabas, que habían nutrido mis pavores nocturnos hasta entonces, se vieron, de pronto, desdibujados por un siniestro bestiario donde sobresalían nombres como los de Justiniano, Jerjes el Grande, Gilles de Rais, o Atila, la medallita de los Hunos, a quien no por sus buenas maneras apodaron «el azote de Dios»,