La inmensidad del mar me sobrecoge, más con esos pincelazos entre rojizos y anaranjados con los que se adorna la entrega plena del sol en el mar. Así lo veo: él se acurruca totalmente en esas aguas que siempre aceptan cualquier quilla. No tengo palabras para decir lo que siento dentro. Me callo y busco en mi corazón imágenes que me ayuden a vivir eso que me produce contemplar la línea infinita del horizonte en este atardecer frente a la bahía de Santa Marta.

Normalmente las palabras me salen a borbotones de la boca. Desde niño aprendí a comunicar -tratando de elegir las mejores palabras- lo que tenía dentro. Pero experiencias como estas me hacen valorar el silencio: ese estado en el que cesan las palabras, los sonidos externos o el ruido interior. No se limita a la “falta de sonido”, sino que pacientemente se convierte en un espacio de atención, de escucha y de apertura a lo que normalmente queda oculto por la prisa y el bullicio. Las olas del mar van y vienen, los colores explotan en unas degradaciones que parecen infinitas. Y afino mi oído para escuchar en silencio lo que dice mi corazón y lo que me susurra la naturaleza.

Hacer silencio es un acto de libertad y conciencia. Nadie impone el silencio: lo decidimos desde lo profundo de nuestro ser para volver a sentir que somos los dueños de nuestra vida y que respondemos por ella. Pero también el silencio es un acto de dignidad. Es una resistencia frente a los que quieren imponernos el hablar, a los que pretenden ser dueños de nuestra voluntad: “El silencio duró alrededor de una hora y fue la última forma de dignidad humana que mantuvimos en ese lugar” (Han Kang). No tengo que ceder al impulso de las palabras, ni sentirme obligado a decir lo que no quiero, o peor aún, lo que otros esperan. Me callo porque soy libre, consciente y dueño de mi expresión.

Hacer silencio también es una oportunidad para escuchar las voces de los empobrecidos, el dolor de los invisibilizados, las preguntas que incomodan, porque nos hacen descubrir que no somos tanto como creemos.

Tal vez fue la formación espiritual la que me enseñó el valor infinito del silencio, así como me ayudó a comprender la lógica de los relatos y de los argumentos que se pronuncian para expresar lo que hemos entendido del mundo. Cuando veo a tantos que hablan una y otra vez, que quieren con sus discursos mostrar lo grandes que son, que insisten en enseñarnos lo que ellos creen que ignoramos, siento la necesidad de hacer silencio para no caer en ese juego vano de palabras que van y vienen, impulsadas por egos que solo buscan mostrar cuán grandes son.

@Plinero