Es posible que buena parte de los lectores se hayan topado con la expresión «el milagro barranquillero», para referirse al desarrollo urbano que nuestra ciudad ha experimentado durante los últimos años. Desconozco cuándo se acuñó ese término, si nació a partir de alguna campaña de promoción oficial, o si es una de esas frases apócrifas que poco a poco van calando hasta diluir sus propios delirios. En cualquier caso, no siempre se menciona con intenciones de elogio y de vez en cuando se utiliza para resaltar un sarcasmo calculado que induce a la crítica.
Efectivamente, quizá la expresión exhiba un triunfalismo desmedido. Es cierto que en Barranquilla varias cosas han mejorado y que ha cedido aquella sensación de incredulidad generalizada que acompañaba el devenir de sus habitantes. La canalización de buena parte de los arroyos, la recuperación y mantenimiento de los parques públicos, las mejoras en jardinería y ornato urbano, los nuevos escenarios deportivos, la ampliación de calles y el proceso de consolidación del Gran Malecón, entre otras intervenciones públicas, son señales de desarrollo que no se pueden ignorar.
Sin embargo, hay varios asuntos pendientes y hay indicadores que desde hace rato están reclamando mayor atención, especialmente los relacionados con la pobreza, la calidad del empleo y la seguridad. Negarlo también es de necios. Es por eso que el relato grandilocuente y en ocasiones prematuro puede restarles credibilidad a los logros.
Barranquilla, entonces, está mejorando y parece llevar un buen camino, pero eso no significa que todo esté bien ni que no se hayan cometido errores. El elogio zalamero, que convierte en epopeya cualquier inauguración, resulta tan inútil como la crítica desmedida que niega o minimiza cualquier progreso. La ciudad no necesita fanáticos enceguecidos ni detractores permanentes, sino ciudadanos capaces de reconocer los avances y de exigir lo que todavía falta de manera vigilante, demandando que los procesos públicos sean transparentes y justos.
Que varias administraciones distritales seguidas hayan hecho un buen trabajo, les hayan dado continuidad a sus proyectos y que muestren obras y resultados, es digno de resaltar, pero no constituye un milagro: se trata, en esencia, de que han cumplido con su deber. Y cumplir con el deber no requiere categorías sobrenaturales ni explicaciones rimbombantes, sino acaso la esperanza de que la normalidad de una gestión pública comprometida y responsable se mantenga en el tiempo y se consolide como costumbre, no como excepción.
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