Colombia atraviesa un momento de tensiones profundas. Las diferencias políticas se han vuelto personales; las opiniones, trincheras. Conversaciones cotidianas terminan en silencios incómodos o discusiones sin retorno. Nos estamos viendo como enemigos, incluso antes de escucharnos. Como psicóloga, observo con preocupación cómo los vínculos sociales se desgastan y cómo el tejido emocional de la nación se fragmenta en la vida diaria.
Sin embargo, creo que este es un tiempo fértil. La crisis, bien leída, es oportunidad. Y el llamado que hago es sencillo, pero profundo: recuperar el sentido de consenso y unidad, no como uniformidad ni rendición de ideas, sino como la capacidad humana y ética de sostenernos juntos, incluso en el disenso.
Desde la psicología sabemos que el ser humano no se forma en la soledad. Nos constituimos en relación con el otro. La identidad no nace en el aislamiento, sino en el espejo del vínculo. Pero cuando ese espejo se quiebra por la desconfianza o la rigidez ideológica, se fractura no solo la relación con el otro, sino también con nosotros mismos.
Las emociones colectivas se contagian. Hoy, el miedo, la rabia y la frustración parecen haberse instalado como estados permanentes. Lo vemos en redes sociales, en debates públicos, en conversaciones familiares. Pero también sabemos, desde la ciencia y desde la vida que emociones como la esperanza, la ternura y la compasión pueden ser igual de contagiosas. Solo que requieren voluntad. Amar, en tiempos de división, es un acto de valentía.
Buscar consenso no es negar diferencias. Es reconocerlas y, desde ahí, construir puentes. El verdadero consenso no se impone: se cultiva. Implica ceder, comprender y encontrar contacto sin renunciar a la verdad propia. No se trata de pensar igual, sino de convivir sin destruirnos.
La unidad no es un ideal imposible, sino una construcción diaria. Está en cómo tratamos al que piensa distinto, en cómo conversamos con respeto y en cómo elegimos no difundir mensajes de odio. Está en abrirnos a la historia del otro, incluso si no la compartimos.
Colombia necesita sanar. Y esa sanación empieza por lo emocional. Antes de cambiar leyes o gobiernos, debemos transformar las narrativas que nos contamos como pueblo. Dejar de vernos como bandos opuestos y comenzar a reconocernos como una comunidad herida que solo podrá avanzar si se abraza en su diversidad.
Sé que no es fácil. Sanar implica mirar lo que duele y aceptar que todos hemos contribuido, en algún momento, a la división. Pero también implica entender que todos podemos ser parte de la solución. Cada acto de escucha, cada intento de encuentro, cada conversación valiente, suma.
No se trata de ingenuidad, sino de humanidad. Y esta florece cuando damos al otro espacio para existir sin miedo. Cuando la dignidad se pone por encima de la ideología. Cuando entendemos que, aunque pensemos distinto, el país que anhelamos solo se construye juntos.
Consenso y unidad. Dos palabras sencillas que exigen un compromiso profundo. Que este sea el tiempo de sembrarlas. Con ternura, con firmeza y con decisión.
Porque, al final, no se trata solo de política. Se trata de humanidad.
dgcapacita@gmail.com