Desde lejos, todo parece sencillo: “quiten a Maduro y listo”. Pero cuando uno se acerca a la realidad venezolana, entiende que no es tan fácil. No se trata solo de tumbar un dictador, sino de un tablero mucho más enredado, donde los que mueven las fichas no son los ciudadanos de a pie, sino los poderosos que juegan a la geopolítica.

Washington ya movió sus piezas. Puso a Maduro en la lista de fugitivos por narcotráfico, ofreció 50 millones de dólares por su cabeza y ordenó desplegar 4 destructores y más de 4.500 militares, hacia el Caribe. Es la mayor operación en la región desde Panamá en 1989, y el mensaje es claro: la amenaza ya no es discurso, es músculo militar.

Del otro lado, el régimen responde con la misma propaganda de siempre: anuncia 4,5 millones de milicianos. Mientras unos juegan a la guerra, quienes pagan la cuenta son los de siempre, la gente común. Porque la vida real en Venezuela no está en los barcos ni en los comunicados: está en las seis horas de fila por un kilo de harina, en la madre que llora por una medicina que no aparece, en los padres que llevan diez años sin ver a sus hijos porque tuvieron que huir. Esa es la dictadura: volver la tragedia una rutina.

¿Quieren que Maduro caiga? Claro que sí. ¿Pero será que lo que sueñan es una invasión, una guerra? Irak y Afganistán demostraron que los ejércitos extranjeros no significan libertad: prometieron democracia y dejaron sociedades fracturadas, y un futuro atrapado en nuevas violencias. Si yo fuera venezolano no quisiera ese destino. Soñaría con que al día siguiente de la caída del régimen estuviera Edmundo González, el presidente legítimamente electo, tomando el poder. La fuerza necesaria, sí, pero con un resultado concreto, porque el remedio no puede ser peor que la enfermedad.

Y aquí en Colombia deberíamos entenderlo mejor que nadie. Trump justifica sus movimientos diciendo que quiere frenar la entrada de drogas a Estados Unidos, no salvar la democracia. Y en ese escenario, pensemos en la Colombia de los 80, cuando el narcotráfico casi nos convierte en un Estado fallido. No pedimos invasión, pedimos apoyo. Hoy, con ataques como el de Cali o el helicóptero derribado en Antioquia y Caquetá, sentimos de nuevo ese fantasma. Con 260.000 hectáreas de coca produciendo al máximo y llenando al mundo de drogas, ¿será que nuestra única salida también es que nos invadan, que otro decida por nosotros lo que no hemos sido capaces de resolver?

La pregunta sigue abierta: ¿qué quiere Venezuela? Lo mismo que cualquier pueblo: decidir sin miedo, comer sin humillación, vivir sin huir. Y la pregunta para nosotros es igual: ¿vamos a repetir la receta de siempre, o vamos a ponernos, de una vez por todas, del lado de la gente?

@miguelvergarac