Cada vez que el país político produce un muerto grande, como Miguel Uribe Turbay, se oyen voces que invitan a superar los odios y a buscar la concordia, pero después de la misa fúnebre y el entierro del cadáver ilustre brotan con nuevos bríos las rencillas políticas mal tramitadas que han sido una constante nacional.
En los últimos 111 años ha sido imposible construir una democracia respetuosa de la diversidad. El 15 de octubre de 1914, un par de tipos, enloquecidos por el sectarismo y el licor, le reventaron el cráneo con hachas de carpintería a Rafael Uribe Uribe.
Después de ese acontecimiento atroz que segó la vida de una de las grandes luminarias del liberalismo colombiano de todos los tiempos, ha pasado de todo. Mataron a Jorge Eliécer Gaitán, murieron, se cree, unos 300.000 compatriotas en la guerra liberal- conservadora de mediados del siglo XX, un partido político como la Unión Patriótica fue exterminado, se produjo la tragedia del Palacio de Justicia, mataron a Rodrigo Lara Bonilla, a Héctor Abad Gómez, a Jaime Pardo Leal, a José Antequera, a Luis Carlos Galán, a Bernardo Jaramillo, a Carlos Pizarro y a Álvaro Gómez, la lista de muertos causados por la guerrilla y los paramilitares es interminable y ocurrió la matazón de los ‘falsos positivos’ del Estado. Mataron hasta la sátira política de Jaime Garzón.
Pero el odio político no nació con Álvaro Uribe y Gustavo Petro. Uribe y Petro no inventaron la polarización. Ellos hoy son solo los protagonistas principales de una confrontación con la capacidad devastadora de desestabilizar al país.
La razón profunda de la violencia colombiana es el desprecio a la diversidad. Eso pareciera estar en las células de la idiosincrasia nacional. La intolerancia ha sido el sello distintivo de la política nuestra. No es un hecho fortuito que en 1914 uno de los asesinos de Uribe Uribe le gritara: “¡Usted es el que nos tiene fregados!”.
No hemos podido edificar una sociedad democrática donde las diferencias políticas e ideológicas jamás concluyan en la violencia. No hemos logrado que la moderación sea un principio cardinal en el funcionamiento de la democracia. Churchill fue un símbolo de la democracia liberal frente a los extremos de derecha de Hitler y de izquierda de Stalin. Y Churchill no tenía un pelo de eso que en Colombia llaman despectivamente tibio.
Si una democracia no hace del respeto a la diversidad su gran propósito y su mayor logro estará condenada al odio y por tanto a la barbarie. Por eso, las páginas de la historia de Colombia están colmadas de muerte, dolor y llanto. ¿De dónde nos viene ese sombrío deleite por la necrofilia?
@HoracioBrieva