Por estos días, Santa Marta celebra 500 años de su fundación. La gente busca con afán el lado bueno de esa calamidad histórica: la riqueza de las tradiciones, el lenguaje, la diversidad cultural. En todo caso, la identidad contemporánea del Caribe —no debe olvidarse— se sustenta en un profundo sentido de ruptura, de discontinuidad, de desarraigo. Como lo señaló el renombrado poeta barbadense Edward Kamau Brathwaite: “Más que un sentido de génesis natural, la historia del Caribe permite heredar un sentido de genocidio”.
Quizá por ello, prefiero ocuparme hoy de los ecos escandinavos que hace unas cuantas madrugadas creí percibir mientras leía un mito de creación soñado por los Koguis en las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta, antes de la llegada sin invitación del andaluz Rodrigo de Bastidas. Siendo muy niño, mi padre me regaló un inolvidable libro ilustrado sobre valientes guerreros de hachas sangrantes que bebían cerveza en cuernos retorcidos, que surcaban mares y ríos en barcos sigilosos, jugándose la vida sin un atisbo de miedo, lo mismo en un bar que en un campo de batalla. Supe después de unos orilleros antiguos, que en secreto paralelismo con los descendientes de Odín, amaban el arrabal y la milonga, casi tanto como el coraje y el cuchillo.
En los días más duros del confinamiento, encargué libros sobre mitología nórdica, volví a las páginas germinales de la Edda Menor, que compuso Snorri Sturluson y leí el ensayo de Borges sobre Los Kenningar. Acaso por eso, cuando tropecé con el mito Kogui de la creación no pude dejar de percibir una muy curiosa simetría. El mito, en versión de Gerardo Reichel-Dolmatoff, dice que solo el mar estaba en todas partes. El mar era la Madre, y sobre ella se formaron, uno tras otro y antes del amanecer, nueve mundos, uno de los cuales es el nuestro. Cuando se formó el último, «los Padres del Mundo encontraron un árbol grande y en el cielo sobre el mar, sobre el agua, hicieron una casa grande. La hicieron de madera y de paja y de bejuco, bien hecha, grande y fuerte, como una cansamaría grande. A esta casa la llamaban Alnáua». Un momento, ¿nueve mundos?, ¿árbol grande?, ¿casa grande?, ¿dónde lo he leído?
Caminé a la biblioteca, ahí estaba la respuesta. En una guía de héroes nórdicos, leí un monólogo sorprendente: «Vivimos en un árbol muy grande llamado Yggdrasil, conocido también como el Árbol de los Mundos, pues sus ramas albergan nueve mundos». Se ha establecido que unos quinientos años antes que Colón, los intrépidos vikingos de Leiff Erikson arribaron a La ensenada de las medusas en la isla canadiense de Terranova. ¿Pudo la mítica Vinlandia estar ubicada mucho más al sur? ¿Acaso en predios de los Koguis? Nadie sabe.
Lo que sí sabemos es que en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.