Con Viva la vida, su ópera prima, la directora francesa Louise Courvoisier se adentra en el terreno de la adolescencia interrumpida de forma abrupta, construyendo un relato profundamente humano sin caer en el sentimentalismo. Ambientada en una remota zona rural de los Alpes, la cinta sigue a Totone (Clément Faveau), un joven que lleva una vida despreocupada entre fiestas y alcohol, pese a las tensiones familiares que lo rodean. Sin una madre presente, su padre —un fabricante de quesos de carácter explosivo— ejerce una figura autoritaria, marcada por estallidos de violencia ante situaciones triviales.

Todo cambia cuando un hecho trágico irrumpe en la rutina de Totone, obligándolo a asumir la responsabilidad del cuidado de Claire (Luna Garret), su hermana menor de apenas siete años. En un entorno sin rastros de asistencia social, el joven debe ingeniárselas para garantizar la supervivencia y el bienestar de la pequeña. Para ello, decide vender el tractor de su padre y recurrir a lo único que conoce bien: la producción artesanal de Comté, el queso típico de la región. Así, ingresa a una lechería local, donde establece un vínculo ambiguo con Marie-Lise (Maïwène Barthelemy), hija del dueño del establecimiento.

La película despliega con sobriedad las paradojas del crecimiento en un entorno donde las oportunidades escasean. Empujado por la necesidad, Totone descubre un concurso regional de Comté, cuyo premio podría aliviar su situación. Se lanza entonces a elaborar su propio queso, enfrentando no solo los desafíos técnicos, sino también el peso emocional de sus nuevas responsabilidades.

Courvoisier retrata este proceso con una mirada compasiva, pero sin indulgencias. Lejos de idealizar la vida rural —de la que ella misma proviene—, apuesta por una representación auténtica de las costumbres locales, reflejadas tanto en los rostros como en las prácticas de los personajes, todos interpretados por actores no profesionales. El filme sugiere que, en este microcosmos alpino, no hay lugar para versiones edulcoradas de una realidad que no se puede juzgar con criterios urbanos; como el queso que atraviesa la historia, todo se presenta en su estado más crudo y sin filtrar.

La fotografía enmarca la aparente tranquilidad del paisaje, haciendo contraste con los estallidos de agresividad juvenil, recordándonos que la paz rural es, muchas veces, apenas una superficie. Esa tensión entre calma visual y violencia latente es uno de los grandes logros del filme, que logra mantenernos emocionalmente involucrados de principio a fin.

Estrenada en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes 2024, Viva la vida fue galardonada con el Premio de la Juventud y la Cámara de Oro, reconocimientos que subrayan la solidez con la que Courvoisier ha construido este notable debut.

@GiselaSavdie