El Informe Mundial sobre Drogas 2025 no deja espacio para el optimismo: Colombia concentra el 67,3 % de todos los cultivos de coca del planeta. Son 253.000 hectáreas sembradas, frente a las 376.000 globales. No es un simple dato estadístico: es el corazón de nuestro conflicto y el combustible de la violencia que nos tiene atrapados desde hace décadas. Sin coca, no existiría el reclutamiento masivo, ni el flujo de armas, ni el control territorial que ejercen los grupos armados. Pero en lugar de actuar, el presidente Petro prefiere culpar al mundo por consumir.
La búsqueda de la paz ha sido el gran espectáculo político durante más de 60 años. Pero en ese teatro, los ciudadanos nos hemos convertido en rehenes del caos. Mientras los violentos siguen en pie y los gobiernos ensayan libretos distintos sin tocar el fondo del problema, nosotros somos los que pagamos la cuenta: con miedo, con silencio, con tragedias. Este año, los homicidios subieron un 20 % y las masacres se duplicaron. El ELN rompió el cese y las disidencias se fortalecieron. Mientras, el Gobierno saca de la cárcel a criminales para darles tarima y micrófono, como ocurrió en Medellín, como si bastara un espectáculo para silenciar las balas. Por eso el caos ha dejado de horrorizarnos y se convirtió en paisaje. Somos rehenes de ese desorden, obligados a vivir bajo las reglas impuestas tanto por quienes usan las armas, como por quienes desde el poder eligen la inacción o el show; atrapados entre una violencia que no cede y una política que no protege.
Y si miramos afuera, vemos que la búsqueda de la paz tampoco es sencilla en el resto del mundo. Esta semana, Trump ordenó bombardear instalaciones nucleares en Irán, golpe que según el Pentágono retrasará significativamente el programa atómico. Es, en apariencia, un triunfo estratégico. Pero, como advierte John Paul Lederach, ninguna paz es sostenible si solo se basa en la fuerza, sin legitimidad y confianza. Lo de Trump puede detener una amenaza, pero no construye confianza ni transforma la raíz del conflicto.
Allá se cree que la paz se impone con bombas. Aquí, que basta con firmar acuerdos sin exigir compromisos reales. En ambos casos, la violencia encuentra nuevas formas de sobrevivir. La paz auténtica no se logra ni con golpes militares ni con abrazos vacíos. Se necesita presión legítima, incentivos inteligentes y, sobre todo, resultados tangibles. Porque sin eso, solo cambiamos de enemigo, pero nunca de resultado.
Muchos dirán que es mejor intentar algo que quedarse inmóviles. Y es cierto. Pero también es verdad que la paz no se improvisa, y hoy lo que necesitamos no es otro relato, sino una hoja de ruta concreta. Una política que mida su éxito en armas que se callan, territorios que se liberan y vidas que se salvan. Sin resultados, seguiremos siendo un país que no construye la paz, sino que administra su tragedia. Seguiremos siendo rehenes del caos.
@miguelvergarac