Hace apenas unos días, el 28 de mayo, murió Ngugi wa Thiong’o, acaso el más influyente escritor africano de los últimos tiempos. Sin embargo, la muerte de Mario Vargas Llosa, Jorge Bergoglio y Pepe Mujica acaparó mayoritariamente la atención de la prensa internacional. En El diablo en la cruz, una de sus magníficas novelas traducidas al español, se lee una frase propicia, muy adecuada para los tiempos que corren: «El diablo que nos hace sucumbir a la ceguera del corazón y a la sordera de la mente debería ser crucificado, y deberíamos cuidar que sus acólitos no le bajaran de la cruz para que pudiera construir el infierno en la tierra».
Me aproximé a la obra del gran maestro keniano gracias a Germán Espinosa. Como es bien sabido, en numerosas ocasiones el autor cartagenero dejó entrever la resonancia de la negritud en el amplio universo de su obra. «Conozco a esa raza desde muy niño y sé cuáles son sus cualidades y defectos. La conocí en mi tierra natal y la conocí en la suya propia, el África». Al decir esto, Espinosa señala dos hechos difíciles de soslayar: haber visto la primera luz en el que fuera el principal puerto negrero de toda la América hispánica y haber sido designado en junio de 1977 Cónsul General en Kenia. Algo así como saltar de la resolana del mar Caribe a la cuenca tibia y primordial del océano Índico.
Este último hecho, resulta de singular importancia si se tiene en cuenta que propició una serie de fecundas coincidencias intelectuales y literarias, dentro de las que sobresale, sin duda, el feliz encuentro con Ngugi wa Thiong’o, autor de la célebre novela Pétalos de sangre y habitual candidato al premio Nobel de Literatura. No es exagerado afirmar que, sin el viaje al África, sin el cambio de paradigma cultural, sin el reconocimiento propio y la comprensión del Otro, Espinosa habría estado muy lejos de capturar el esquivo «latido de la vida» que se percibe en las inspiradas páginas de La tejedora de coronas.
Ahora bien, es cierto que a la crítica literaria colombiana, afrofóbica por naturaleza, le ha encantado la idea de que Genoveva Alcocer sea amante del rubicundo Voltaire. No olvidemos que la élite dirigente de nuestra nación católica construyó con tenacidad la creencia de una nacionalidad blanca de piel y europea de cultura. Tanto el indio como el negro, en ese contexto, fueron considerados palos en la rueda para el progreso, elementos nocivos para la salud económica, social y cultural del país. Sin embargo, lo que esa misma crítica pasa por alto es que en la novela de Germán Espinosa, Voltaire es quizá el personaje más endeble y libresco, el único que da la impresión de haber sido construido a partir de citas de enciclopedia y manuales de «El Siglo de las luces para Dummies». En cambio, tanto Bernabé como Apolo Bolongongo, el primero y el último de su dilatada retahíla de amantes, son personajes de la más palpitante vitalidad. Como lo son, en general, todos los personajes afrodescendientes que atraviesan la novela.
Gracias por tanto, maestro, dicen a Ngugi los lectores de Descolonizar la mente y El brujo del cuervo.