El pesimismo se siente en todas partes. La desconfianza, la desilusión, esa sensación cansona de que todo va para atrás. Lo que vemos a diario es un desfile bochornoso de cómo quienes tienen el poder están lejos de ser referentes. Parecen seguir un manual escrito en el apocalipsis: normalizan el abuso, disfrazan la trampa y dan un ejemplo que, más temprano que tarde, nos va a pasar factura como sociedad.

Y no hablo solo de Colombia. Miremos lo que está pasando en Estados Unidos. Durante años se enorgullecieron de atraer a los mejores cerebros del mundo. Sus universidades eran imanes de talento. Hoy, el gobierno decidió suspender entrevistas para visas de estudiantes internacionales. El mensaje es claro: ya no importa si eres talentoso, lo que vale es ser fuerte, hábil, útil al momento político. ¿Cómo le explicamos a un joven que el talento importa si lo que ve es que ya ni siquiera tiene permiso para intentarlo?

En Israel, el gobierno de Netanyahu ha respondido a un conflicto arrasando barrios enteros, dejando miles de muertos y desplazados, destruyendo una cultura. Como si repetir el horror que les hicieron a ellos fuera la mejor respuesta. ¿El mensaje que se transmite es que tener razón justifica hacerlo todo mal? ¿Que repetir la barbarie es más fácil que detenerla?

Aquí tampoco nos salvamos. En Ecopetrol, la empresa que se supone es de todos, se firmó un contrato por casi 6 millones de dólares para manejar la imagen del presidente en medio de una investigación por corrupción. Después se supo que desde esa misma oficina se ordenaron interceptaciones ilegales a más de 70 funcionarios, incluidos miembros de la junta. Y para completar, lo quieren nombrar ministro, para que tenga fuero y la Fiscalía no lo toque. ¿El ejemplo es que si tienes poder, puedes romper todas las reglas… y te premian con un ministerio?

O lo que pasó esta semana en Bogotá: protestas que terminaron en bloqueos del Transmilenio, colapsando la ciudad y afectando a miles de personas que solo trataban de llegar a su trabajo. Y para líderes sindicales como Fabio Arias, eso se justifica. ¿Estamos enseñando que da igual a quién afectes, mientras consigas lo tuyo?

Todo esto tiene algo en común: malos ejemplos que mandan pésimos mensajes. Y los mensajes importan. Porque los jóvenes no solo escuchan: están viendo. Y si lo que aprenden es que aquí gana el más abusivo, el más ruidoso o el más hábil para esquivar consecuencias, eso es lo que tendremos mañana como normal.

No se trata de pedir líderes perfectos. El poder es complejo, sí. Gobernar implica negociar, equivocarse, tomar decisiones difíciles. Pero hay una línea básica que no se puede borrar: el respeto por lo público, el valor de la palabra y la empatía mínima con el otro. Eso es liderazgo. Lo demás es cinismo. Y todo empieza por el ejemplo que damos hoy. No se trata solo de señalar, se trata de entender que dar ejemplo no es un lujo del liderazgo, es su única base real. Y toca empezar a exigirlo… ya.