El país vive atrapado en una narrativa seductora, que promete una transición energética que nos llevará hacia un futuro limpio, justo y soberano. Pero basta raspar la superficie para notar que esa transición, tal como hoy se está planteando en Colombia, es profundamente contradictoria. Es, en muchos sentidos, una ficción que se desmorona al primer contacto con la realidad material del sistema energético.

El gobierno actual ha sido enfático en su discurso de ruptura con el pasado fósil. Ha señalado al carbón y al petróleo como los villanos que hay que desterrar para salvar el planeta y purificar nuestra matriz energética. Sin embargo, en esa misma narrativa se olvida o se omite con intención, que el nuevo paradigma energético depende críticamente de la minería. Paneles solares, turbinas eólicas, baterías de litio, redes inteligentes; todo eso necesita minerales. Muchísimos.

¿Cómo se sostiene entonces una transición energética que condena la minería, pero depende de ella? ¿Cómo se construye soberanía energética si se decide prohibir o restringir las actividades extractivas que son condición de posibilidad para el nuevo modelo? Es una paradoja que mina (literalmente) las bases de cualquier planificación sensata.

La minería no es opcional en una economía descarbonizada. Lo que sí es opcional es cómo se hace: si con reglas claras, participación vinculante, tecnología limpia y distribución justa de beneficios, o con los mismos vicios históricos de corrupción, despojo y violencia. Pero pretender una transición energética mientras se desmantela el marco de licencias para la minería legal, o se criminaliza el debate sobre su papel en la matriz, no es ambientalismo. Es populismo energético.

Y peor aún: es entregar nuestra soberanía a potencias que ya entendieron el valor geopolítico de los minerales críticos. China, Estados Unidos, la Unión Europea compiten por el control de estos recursos. Mientras tanto, Colombia se debate entre la culpa ambiental y el purismo ideológico, cediendo terreno en una carrera global que no espera a nadie.

Este país necesita una política energética seria, no un dogma. Necesitamos decidir, como sociedad, qué queremos producir, con qué reglas y para quién. Una transición energética sin minería es como una represa sin agua. Y una transición sin soberanía, es apenas una nueva forma de dependencia.

Si de verdad queremos transformar el modelo, empecemos por reconocer sus condiciones materiales. El ambientalismo sin geología es poesía. Y la soberanía sin minería, en el contexto actual, es simplemente un espejismo.

*Director Observatorio Transición Energética del Caribe OTEC, Universidad Área Andina.