Todo en él es una ironía. Si partimos desde sus orígenes escoceses y alemanes, por cuenta de su madre y padre, respectivamente, Donald Trump no es quién para hostigar a los inmigrantes que intentan hacer o continuar su vida en Estados Unidos. Tampoco es nadie, aun siendo presidente de ese país construido —en gran parte— por extranjeros, para cortarles las alas a los estudiantes internacionales de la Universidad de Harvard, motivado más por su agenda xenófoba que por cualquier otra absurda razón.

«Le escribo para informarle que, con efecto inmediato, se revoca la certificación del Programa de Estudiantes y Visitantes de Intercambio de la Universidad de Harvard», afirma Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional, en una carta dirigida a la institución que posteriormente fue compartida este jueves en redes sociales. Si a los seres humanos, sea cual sea nuestra ascendencia, nos niegan el derecho a educarnos o nos cierran las puertas de entidades educativas solo por provenir de “afuera”, la educación como sistema e incluso como concepto será un descomunal fracaso.

Trump se ha ensañado ahora contra casi cuatro siglos de historia que representa la Universidad de Harvard. Y eso parece tenerlo sin cuidado. Porque, como siempre, su ego termina siendo más grande que cualquier templo. Y no le importa nada ni nadie. Ni siquiera los estudiantes extranjeros actuales, quienes deberán ser transferidos a otra parte o perder su estatus legal a partir de las penosas disposiciones comunicadas por el Departamento de Seguridad Nacional.

La acción de Trump —en su apasionada aversión hacia los forasteros— es «ilegal», como la ha calificado Harvard, y esa es la visión que debe primar en la defensa del alumnado en su totalidad. Que una escuela de élite como Harvard sea amenazada en su autonomía e integridad como institución por un descabellado intento más del Gobierno Trump de exterminar de ese país todo lo que sea extranjero es otra muestra de que, en su gran mayoría, quienes gobiernan el mundo no son precisamente los que mejor piensan.

Como «un medio para alcanzar la felicidad». Así concebía Epicuro la educación. Pero para un presidente cuyo propósito no es otro sino “limpiar” étnicamente su territorio —como inspirado en… ya sabemos quién—, de seguro que la ataraxia y la afasia epicúreas no están conectadas con la felicidad que produce el conocimiento, sino más bien con la alegría de hacer infelices a quienes, para él, no merecen más que retornar a la tierra de donde salieron.

@catalinarojano