No creo que la violencia sea el camino para resolver ningún problema. Estoy convencido de que todo lo que se pretende solucionar a través de la eliminación del otro, los golpes o los insultos, no hace más que sembrar el terreno para una nueva confrontación. La violencia no resuelve, aplaza. No sana, hiere más. Tiene muchos adeptos porque es una respuesta simple para una realidad compleja. La mente violenta no tolera los matices: reduce el mundo a dicotomías rígidas —amigos o enemigos, buenos o malos, pobres o ricos—. No hay espacio para el diálogo, solo para la eliminación del diferente. No hay disposición para la apertura, solo rigidez en el dogma propio. Y eso es profundamente peligroso.
Basta una mirada superficial a la historia para constatar que las respuestas violentas han generado dominación, injusticias estructurales y discriminación prolongada. Por eso no creo en la violencia. Y por eso entiendo profundamente la decisión de Jesús de asumir la cruz antes que ceder ante las propuestas de Judas o de Simón el Zelote. Él sabía que la violencia no empieza con un arma, sino con una palabra. Lo dejó claro en Mateo 5,22: el insulto, la humillación, el desprecio, son las primeras semillas del odio que luego se convierte en agresión física. La violencia verbal abre la puerta a todas las demás formas de destrucción.
Quien es verdaderamente inteligente sabe que rebajar al otro, de cualquier manera, es perder humanidad. El violento es, en el fondo, un ser asustado. Tiene miedo a la diferencia, a lo nuevo, a lo que no puede controlar. Por eso la insulta, la golpea, la calla.
Cada día debemos hacernos conscientes del dolor que generan las palabras que incendian, los golpes que mutilan, las balas que callan. No podemos seguir relativizando el daño que produce la hostilidad disfrazada de firmeza, ni justificar la agresión en nombre de supuestas verdades inquebrantables. Hay que educar el corazón para la compasión, cultivar la escucha y entrenarnos en la empatía como forma superior de resistencia.
Creo en la paz construida desde el consenso, desde el diálogo honesto y profundo, desde la argumentación y las acciones comunicativas que generan comprensión. Creo en la paz del amor: la que me lleva a controlar mi lengua y mis puños, a no agredir ni permitir que se destruya al otro. Creo en el respeto profundo por la dignidad de quien piensa distinto, porque eso también es Evangelio.
Nadie que diga amar la justicia puede justificar la violencia.
@Plinero