Hace poco escribí en este espacio sobre los peligros de la desconfianza digital, y cómo la tecnología, que nos prometió proximidad, parece habernos dejado atrapados en un estado de prevención permanente frente al fraude. Desde luego, ese fenómeno no es exclusivo de los entornos digitales y también condiciona buena parte de nuestra convivencia diaria. Un par de situaciones que viví recientemente ilustran esa tensión, demostrando cómo la prudencia excesiva y el miedo desactivan la solidaridad y pueden llevarnos a la indiferencia.
En Bogotá, en medio de un extenso puente peatonal sobre una importante avenida, una mujer parecía estar en problemas con una bicicleta. Al irme acercando inevitablemente al lugar donde ella estaba, me pidió auxilio, solicitándome unas monedas porque una de las llantas se le había desinflado. Me negué a ayudarla y ni siquiera me detuve, al estimar que la situación era un tanto extraña y que podría exponerme a un robo, acaso no por parte de ella, sino por algún cómplice oculto. Cuando terminé mi recorrido y bajé la rampa, la descubrí mirándome todavía desde el puente, con un gesto que interpreté agresivo y elevó aún más mis sospechas.
Días después ocurrió algo similar. Estaba caminando un domingo muy temprano y en esta ocasión una anciana, de aspecto angustiado y débil, vino hacia mí con un papel en la mano. Desde lejos entendí que quería ayuda para encontrar una dirección. Yo no estaba dispuesto a detenerme, suponiendo que, mediante esa estrategia, podían drogarme con escopolamina y así convertirme en víctima de un asalto o algo peor. La señora se quedó blandiendo el papel, insultándome airadamente mientras yo apuraba el paso.
Las dos interacciones que he contado no arrojan una buena luz sobre mi conducta, que podría calificarse a primera vista como insolidaria o insensible, aunque me parece que varios lectores habrían hecho lo mismo. El incesante bombardeo de noticias alarmantes sobre diversas modalidades delictivas va minando la confianza en nuestros semejantes, diluyéndola poco a poco. Si las cosas siguen así, triunfará el miedo y terminaré convertido en un canalla.
Lo grave es que necesitamos la confianza para que las cosas funcionen. Quizá tiene razón Zygmunt Bauman, al sugerir que la ciudad solo puede sobrevivir si quienes la habitan confían los unos en los otros, al menos lo suficiente como para no considerar a cada desconocido como un peligro o un enemigo potencial. Es sentido común. Una sociedad de indiferentes será una sociedad invivible.
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