Arrancó la JEP, el tribunal que nos contará la verdad sobre el conflicto armado, y, como me temía, las Farc van a usarla no para aclarar, sino para oscurecer. La bomba en el club El Nogal, dijeron, fue “algo injustificable”. Y acto seguido, sin que mediara siquiera un punto y aparte, procedieron a justificarla. El atentado estaría “motivado” porque el club era usado como “centro de reuniones para la planificación de operaciones contrainsurgentes”.
Es decir, que la voladura del club, que dejó 39 muertos y 200 heridos hace 15 años, fue una operación táctica contra un cuartel enemigo. La tesis sería risible si no estuviera tinta de sangre. Según la disculpa del “centro de planificación” –y no está demostrado que El Nogal lo fuera–, cualquier restaurante, refresquería o tienda de barrio se vuelve blanco militar por el hecho de que allí se reúnan miembros del bando opuesto.
El bando opuesto, en este caso, era el Estado, que no necesita un club para reunirse a coordinar nada. Puede hacerlo en sus oficinas, o por teléfono o en Juan Valdez. Por eso es falso el argumento de las Farc: porque la destrucción de El Nogal no debilitaba la capacidad organizacional del enemigo. La verdad de la bomba es otra.
La verdad es que el ataque fue un atentado terrorista: uno de los más ruines que haya conocido Colombia. Y el terrorismo no es una estrategia que apunta a destruir un objetivo neurálgico, como un “centro de operaciones”, sino una táctica de espanto, que busca desmoralizar a la sociedad entera. Para el terrorismo es preferible la muerte aleatoria y a mansalva. Así todo el mundo se siente indefenso.
Ahora, los muertos son aleatorios, pero el blanco no lo es. El terrorismo tiene una dimensión simbólica. Los fundamentalistas islámicos que se hacen volar en nombre de la fe no lo hacen en cualquier esquina, sino en una sinagoga, un consulado o las Torres Gemelas. El propósito no es debilitar militarmente al enemigo –para eso atacarían un objetivo militar–, sino producir la mayor cantidad de pánico por kilo de dinamita detonada.
Por eso escogieron El Nogal. No por su pretendida importancia estratégica –como lo quieren hacer ver ahora–, sino por su valor simbólico. Porque el club representa a la burguesía y, en la religión marxista-leninista que practican las Farc, el burgués es el demonio. Si no podían acabar con toda la burguesía, al menos podían desfigurar uno de sus símbolos. ¿Qué eran unas cuantas vidas humanas al lado de una profesión de fe?
Me senté a escribir esta columna después de escuchar una entrevista con Jhon Frank Pinchao, el policía que se le fugó a la guerrilla tras ocho años de torturas en la selva. Los adultos, dijo Pinchao, deben contarle a los jóvenes “lo que realmente fueron las Farc y los horrores que cometieron”. Las Farc pretenden aprovechar la generosidad del pueblo colombiano no solo para evadir las rejas, sino para construir un nuevo relato histórico en el que ellas son víctimas de la sociedad. La JEP tiene la obligación de evitar que se salgan con la suya. Y quienes tenemos memoria debemos exigírselo.
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