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La ciudad invencible

Fragmento de una cartografía personal de Buenos Aires. Es en esta ciudad, y no en otra, donde una escritora uruguaya recibe la noticia de la muerte de su padre. La autora es una de las invitadas internacionales a la Feria del Libro de Barranquilla.

Por Fernanda Trías

Ya no es mi cumpleaños. Las primeras horas de la nueva edad se deshacen, caen como la lluvia de papel picado que ahora tiro por la ventana. «Falló la gravedad», dice Baigorria. O podría haberlo dicho. Los papeles flotan, brillantes en el aire nocturno, y se alejan hacia la iglesia Guadalupe. Un viento silencioso los empuja. Los aviones que bajan rumbo a Aeroparque perforan las nubes con su luz. Por un momento creo ver una claridad a lo lejos, donde imagino el río. ¿Amanece? Alguna vez, desde Colonia, pensé que las luces en el horizonte eran el resplandor de un gigantesco incendio. De arriba, Scalabrini es una franja negra y vacía por la que de vez en cuando pasa algún taxi. Los semáforos indiferentes siguen cambiando de color. El Varela Varelita, apagado y con la cortina baja, se ve diminuto y anacrónico con sus molduras art decó. Parece ahogado entre tanto edificio. Respiro: catorce pisos sobre la avenida pero aún dentro de Buenos Aires, que también existe hacia arriba, en su cielo de cúpulas y luces artificiales. 

Desde el balcón veo las siluetas de mis amigos tras el resplandor azul de la computadora. Sobre la mesa quedaron pedazos fríos de pizza, botellas vacías, platos con torta de chocolate. La reja húmeda de rocío me enfría la espalda. Baigorria vuelve a la sala justo en el momento en que Julia sale, y una ráfaga de voces y música me llega cuando desliza la puerta ventana. Julia apoya la nariz en la reja; habla sin mirarme: «En qué estarás pensando». Llegué a Buenos Aires por las razones equivocadas, estoy a punto de decir, pero Julia me gana de mano: «No pienses», dice. «Hoy no pienses en nada». 

Ricardo ya pasó de Led Zeppelin a Palo Pandolfo cuando vuelvo a la sala y anuncio, con golpecitos de tenedor en el vaso, que está amaneciendo. Enseguida se arma el gran revuelo porque otro pregunta cómo puede estar amaneciendo si desde acá no vemos el Este. A nadie se le ocurre decir que son las cuatro de la mañana, y eso porque ya perdimos la cuenta de las horas y de las botellas de Malbec. Ahora Javier está parado en medio de la sala y hace señas con los brazos como esos hombres que dirigen el tráfico: «Este, Oeste, Norte, y el Sur a mi espalda». Ricardo, que es el dueño de casa, no está de acuerdo: «¿Vos estás loco? El Sur está allá», dice, pero no veo hacia dónde señala porque Palo Pandolfo dejó de cantar y la pantalla de la computadora acaba de ponerse en negro. 

La voz de Julia apenas se oye cuando nos advierte, cámara de fotos en mano, que está filmando. Somos diez, a pesar de que Ricardo me hizo prometer que no invitaría a más de cinco personas porque su departamento era chico y solo tenía siete sillas. No pude convencerlo de que el sofá también contaba, en parte porque el sofá estaba sepultado bajo una montaña de libros y revistas que eran, según él, la razón por la que no podía recuperar las riendas de su vida. El día en que lograra ordenar la biblioteca, deshacerse de los suplementos que juntaban moho bajo las sillas, organizar las torres tambaleantes de manuscritos sobre la mesita del teléfono, recién ahí podría rescatarse. Así que le aseguré que solo había invitado a los cinco amigos más cercanos: más nosotros dos, siete. Él lo citó a Macedonio: «Si faltaba alguien más, no cabíamos». 

Pero hice trampa, porque Andy iba a venir después de cerrar la librería —que en aquel entonces quedaba en Santa Fe, pequeña y atiborrada, como una prolongación de la maraña vegetal del jardín botánico—, y Javi, más tarde, cuando el Varela se fuera vaciando y él empezara a bajar las cortinas metálicas con los últimos parroquianos aún adentro, despidiéndose, buscando las monedas. Luego cruzaría la avenida, bicicleta en mano, sonrisa indeleble en la cara, a la hora en que a Ricardo ya no le importaría tener que mover la pila de libros del sofá. 

Ese video torcido (la cámara quedó apoyada de costado sobre un parlante y grabó hasta agotarse la batería) es casi la única imagen que tengo registrada de mis dos años en Buenos Aires. «Vos sabés que Belgrano está en el Norte y que Pompeya está en el Sur, ¿no?», oigo a Ricardo decir. Lo veo —aunque la imagen esté completamente oscura—, porque su voz lo reconstruye entero. «Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia», y entonces yo, que durante años quise volver al Sur, lo único que hice fue cambiar de norte. 

Suena el tema de Miguel Abuelo, Buen día, día, y miro otra vez hacia el balcón. Sobre el ventanal nos reflejamos nosotros, tremendos y borrachos. Ya no somos jóvenes. Dentro de nuestro reflejo, como órganos en fuego, brillan las luces de los edificios: las luces son bengalas, explosiones en el corazón y la cabeza (en el hígado), una guerra del tiempo —de la ciudad invencible— contra nosotros. «Aquí tu libertad / aquí tu intención / apelmazada de ser pájaro». Bajan los aviones hacia Aeroparque, esa pista improbable en medio de Palermo. «Buen día, sol / Soles, buen día». Y sin embargo todavía no amanece. «Vos filmá los vasos nada más», le dice Ricardo a Julia. «No se sabe quién brinda, y entonces todo queda trabajado en el fuera de campo». 

Cuando salimos a la calle, Julia decide comprar flores en el puesto de la esquina. El vendedor duerme en una silla de playa con la cabeza colgando hacia atrás bajo una luz fluorescente que vuelve irreal el color de las plantas. Hablé con él una vez, cuando me explicó cómo cuidar la begonia que hace rato está muerta en mi ventana. 

Se llama Jesús, es de Cuzco y tal vez viva en la casa ocupada de Scalabrini y Soler. Con las flores en la mano, Julia y yo doblamos por Paraguay hacia mi casa. Los porteros ya manguerean la porción de vereda que les corresponde; los envoltorios de golosinas y las hojas secas salen disparados con la presión del agua hacia las alcantarillas y el frío se levanta de las baldosas mojadas y nos hace temblar. 

Solo dos cuadras, pero el departamento de Ricardo no se ve desde el mío. Julia llama a su novio y se enfrascan en una pelea. A pesar de los gritos, la discusión tiene algo adormecedor: el nombre de él repetido mil veces, la misma letanía: «Luciano, ¿no te digo que mi celular murió?». Murió, Luciano, mi celular murió. Me estremezco. Las flores en un vaso, los techos vacíos, las plantas nuevas que acaso esta vez resistan. No prendemos ninguna lámpara y, ahora sí, amanece. 

VIERNES 3 AM

Todo coexiste. La cronología es artificial, solo determinada por la emoción. Cuando resbalé por la escalera del bar, incluso antes de partirme el labio, ya estaba resbalando por la escalera de La Boca —las mismas botas, los mismos escalones de madera gastada— el día en que mi padre murió. Quizá mi padre ya estuviera muerto entonces (queremos esquivar la muerte que ya nos mató). Resbalo. Estoy borracha pero menos que otras veces, manoteo la baranda, veo la sonrisa de Ada que me habla desde el descanso, unos escalones más abajo, y la sonrisa no tiene tiempo de deshacerse porque antes me deshago yo: caigo. Y qué larga puede ser una caída. Ada me levanta. Creo que nuestra relación está terminada. No queda nadie en el bar más que los chicos de la barra; están cerrando. Me ven, supongo, con las manos llenas de sangre envolviéndome la boca. Me alcanzan un trapo con hielo y me acuestan en un sillón. Pienso que tengo las manos sucias, que no llegué a lavármelas al salir del baño. Recuerdo entonces que fue al revés: mi padre murió hace tres meses. ¿Qué escalera sucedió primero? Dormito con el hielo apretado en la boca. Cuando abro los ojos, veo a Ada bailando sola en el bar vacío, las sillas dadas vuelta sobre las mesas. Todo coexiste. El artificio es cronológico.

*Fragmento de ‹La ciudad invencible› (2019), cortesía de Laguna Libros.

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