Editorial

Ni perdón ni olvido contra los abusadores

Las valerosas revelaciones de estudiantes víctimas de abusos sexuales en colegios vuelven a poner la lupa sobre el silencio institucional que rodea estos casos, como también ocurre en el interior de la Iglesia católica. Ningún protocolo será suficiente si la justicia no actúa contra la impunidad.

El escándalo de abuso y acoso sexual denunciado de manera pública por exalumnas del colegio Marymount de Bogotá, que señala directamente al docente de educación física Mauricio Zambrano, o acusaciones similares formuladas por víctimas y madres de familia de estudiantes, una de ellas de apenas 6 años, contra profesores de música, matemáticas e inglés de la Institución Educativa Distrital Alexander Von Humboldt de Barranquilla, estas últimas reveladas por EL HERALDO en diciembre de 2021 y enero de 2022, han derribado el insondable muro de silencio, miedo y vergüenza que durante años se ha levantado alrededor de los responsables de estos vejámenes frente a los que no cabe ni perdón ni olvido.

Pese a la distancia geográfica o temporal entre estos repudiables episodios de violencias de género cometidos en el interior del sistema educativo, existen particularidades que los asemejan. Por un lado, la indefensión absoluta de las víctimas y, por otro, la recurrente actitud obstruccionista de las entidades involucradas que, en vez de adoptar medidas en defensa de sus alumnas menores de edad, decidieron guardar un cómplice silencio institucional negándose a investigar las conductas denunciadas.

Su deliberada ocultación permitió que los depredadores continuaran impunes consumando, quién sabe cuántas veces más, las mismas prácticas delictivas que destrozaron vidas de niñas y adolescentes, hoy mujeres valientes que, conscientes de los abusos soportados, levantaron su voz exigiendo justicia.

De nada sirvieron las guías del Ministerio de Educación sobre alertas tempranas, denuncias, actuaciones administrativas, disciplinarias, penales, y el restablecimiento de derechos de las víctimas de delitos sexuales, orientadoras de la actuación de las directivas de estas instituciones que, sin duda alguna, debían conocerlos. Es su obligación institucional. Pero, cuando no existe voluntad para reconocer los casos, mucho menos habrá examen de conciencia ni reparación del daño. Tampoco determinaciones tajantes para que estos hechos vejatorios de la dignidad humana e integridad sexual no se repitan a futuro.

Tras el estallido del caso Marymount, el Gobierno nacional otorga un plazo de 60 días a los Ministerios de Educación y Defensa, al ICBF, Fiscalía y secretarías de Educación del país para redefinir un nuevo protocolo que forme a los estudiantes sobre abuso, prevención y la forma de denunciarlo, a través de un registro que sirva como constancia. Paso que se valora positivamente, pero ¿cómo se va a garantizar el adecuado trámite de las denuncias en el interior de las instituciones educativas, donde directivos y docentes se tapan con la misma cobija, e incluso tratan de desacreditar los testimonios de las víctimas, como aseguró la madre de una de ellas a EL HERALDO, en relación a supuestos abusos de un docente de la Humboldt?

El pesado telón de mutismo y desamparo que cae sobre las víctimas de delitos sexuales en los centros educativos suele ser el mismo que oprime a quienes han sufrido intolerables abusos por parte de miembros de la Iglesia católica. Lacra sistémica que buena parte del clero y determinadas congregaciones religiosas siguen sin reconocer abiertamente, a pesar de la firme actitud asumida por el papa Francisco.

El caso de una menor de 13 años violada, según denuncia de sus padres, por el sacerdote Carlos José Carvajal Galvis, párroco de la iglesia La Inmaculada, en San Bernardo del Viento, donde era su acolita, revela lo peor de este abominable pecado.

El individuo, que además era profesor de religión, no solo abusó de la pequeña, también la embarazó y en el culmen de su monstruosidad, la obligó a abortar. Grandísima culpa que la Iglesia ha reconocido, separando del cargo al agresor. Aunque valga decir que cualquier acción se queda corta frente a la gravedad del daño cometido.

La dimensión social de los abusos sexuales en las instituciones educativas o en la Iglesia cuestiona a la sociedad entera que, por activa o por pasiva, no puede ser indiferente al dolor de las víctimas, casi siempre menores de edad que en silencio, durante años o incluso por el resto de sus vidas, sufren lo indecible. Sin embargo, la responsabilidad de estos aberrantes actos recae en unas determinadas personas que, por acción u omisión, deben pagar por ellos. No basta con pedir perdón, la justicia debe actuar con absoluta firmeza, evitando darles la espalda a las víctimas, como tantas veces ha ocurrido. 

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