110 días después de su llegada a Montería, 1.500 integrantes de familias campesinas e indígenas Emberá Katío del Alto Sinú de Tierralta –víctimas de desplazamiento forzado– regresaron a sus resguardos. Los buenos oficios de la Defensoría del Pueblo allanaron el camino de la vuelta a casa de esta comunidad que se ubicó en parques de la capital cordobesa, a la espera de una salida humanitaria a su crisis. Su lamentable episodio de desarraigo e indefensión, uno más en el extenso historial de desplazamientos como consecuencia del inacabable conflicto armado colombiano, nos debe avergonzar como nación.

Su retorno, acordado entre sus líderes y las autoridades políticas y militares de Córdoba, se sustenta en la confianza, pero nada en él se puede dejar al azar. O lo que es lo mismo, el regreso de los emberá a sus territorios ancestrales exige el acompañamiento permanente de la institucionalidad para mitigar riesgos, una vez recuperen sus espacios en el Parque Natural Nacional Nudo de Paramillo. Es imprescindible velar por el cumplimiento de sus garantías de seguridad y respeto de derechos, tan amenazados en un corredor estratégico para las economías ilícitas del Clan del Golfo y Los Caparros que lo disputan a sangre y fuego. Además, cuanto antes, se deben empezar a ejecutar los compromisos suscritos en materia de salud, educación y otros aspectos clave que le permitan a este pueblo salir de la pobreza extrema que históricamente han padecido. Sería infame volver a fallarles, como tantas otras veces ha ocurrido con comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes de distintas zonas del país que confiaron en recuperar su tranquilidad y alcanzar una vida digna, tras la frágil promesa de un regreso seguro.

Al margen de las acciones que emprenda el Gobierno de turno, el desplazamiento en Colombia no cede. Como sucede con otras cifras alrededor del conflicto armado, las relacionadas con la movilidad humana forzada no coinciden cuando se comparan los balances de los organismos encargados de registrar el fenómeno. Mientras la Defensoría del Pueblo sostiene que 27 mil personas se desplazaron en el primer semestre del año, un 177 % más que en el mismo lapso de 2020, la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios eleva ese número a 44 mil, superando la cifra de desplazados de todo el año 2020. Como si fuera poco, 30 mil compatriotas permanecen confinados en sus territorios por la violencia que los acecha. En lo que sí coinciden ambas entidades es que este espantoso drama se ensaña con especial virulencia contra las comunidades étnicas del Pacífico, donde organizaciones criminales ejercen una descomunal violencia ante la falta de una robusta presencia estatal.

Pese a la advertencia de la Defensoría del Pueblo por las acciones violentas de disidencias de Farc, Eln y Clan del Golfo, enfrentadas por el dominio del cinturón minero, de los cultivos de coca y las rutas del narcotráfico, 1.500 habitantes de Santa Rosa del Sur, Montecristo, Morales y Arenal, víctimas de desplazamiento forzado en las últimas semanas, decidieron retornar por sus propios medios. Sin garantías de seguridad, asumieron el riesgo de volver a quedar inmersos en el campo de batalla en el que se ha convertido esta vasta zona, donde la sociedad civil suele ser blanco del fuego cruzado que avanza imparable ante la impotencia de las autoridades. Ante la vulnerabilidad evidente de las comunidades, debe ser motivo de preocupación el fortalecimiento de la confrontación armada en Córdoba, Bolívar, Sucre y Magdalena, donde las víctimas más que presencia militar, reclaman del Estado inversión social y oportunidades de legalidad. Que el retorno de los habitantes del sur de Bolívar y el de los emberá no resulte un espejismo.