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A la larga lista de indeseables efectos de la pandemia de coronavirus, que un año después de su aparición sigue desencadenando un devastador impacto en la vida de las personas, hay que añadirle ahora uno más que se veía venir tras la innegociable exigencia de trasladar las interacciones laborales, académicas e incluso sociales a una pantalla de computador para mantener contacto con el exterior durante el insólito tiempo del distanciamiento físico por el contagioso virus. Los expertos de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos, lo han bautizado como la fatiga de Zoom, que no es otra cosa que el hartazgo por las videollamadas, una herramienta digital que luego de la euforia inicial se está convirtiendo en una pesadilla para sus usuarios. ¿Mal menor de la era covid?
Este recurso, que no es exclusivo de Zoom, se muere de éxito a juicio de los investigadores que en su estudio advierten sobre factores que explican el agotamiento o pérdida de energía causada por la participación constante en videoconferencias. Entre ellos, la ausencia de comunicación no verbal, la permanente vigilancia u observación del resto de los participantes en los encuentros digitales y el fastidio de vernos a nosotros mismos en la pantalla como si se tratara de un espejo que nos conduce a una autoevaluación despiadada sobre cómo lucimos o hablamos.
Es lo más parecido a estar en un interminable examen final en el que se intenta descifrar, casi siempre sin éxito, lo que piensa el evaluador que en estos casos luce ‘encajado’ en un espacio reducido –lo que muestra la pantalla– que anula la opción de reconocer o expresar la mayor parte de los gestos corporales usados para compartir emociones. Intentar ir más allá de las limitaciones al lenguaje no verbal impuestas por las videollamadas tratando de reforzar la comunicación con otras señales agota y este sobreesfuerzo supone una carga sicológica adicional al cúmulo de sentimientos que ha traído consigo la fatiga pandémica.
Como si no fuera bastante, a través de Zoom o aplicaciones similares, las extenuantes reuniones prolongadas durante horas que parecen siglos requieren un contacto visual excesivo caracterizado por miradas directas, un signo de enorme intimidad que termina incomodando hasta a las personas más seguras de sí mismas. Evitar ese contacto tan estrecho o la sensación de proximidad extrema es prácticamente imposible en las videollamadas por la mínima distancia con las pantallas, lo que genera más hastío mental al sentirse auscultado todo el tiempo.
Sin opciones distintas para mantener la conexión con familia, amigos y compañeros de estudio o trabajo, la nueva realidad está haciéndole un flaco favor a la manera en que los individuos se relacionan con los demás alterando la tradicional comunicación interpersonal basada en un 80% en el lenguaje corporal. Generaciones enteras convertidas hoy en autómatas de las pantallas por obra y gracia de la covid.
A las estrategias de respuesta a la pandemia orientadas a superar las actuales crisis sanitaria, económica, social y ambiental, así como las distintas formas de violencia y desigualdad exacerbadas a lo largo del confinamiento, valdría la pena sumarle un desafío más que no es menor, el de recuperar la interacción social entre las personas, asunto fundamental para el desarrollo integral del ser humano. Más temprano que tarde, cuando llegue la pospandemia plena y la humanidad salga por completo de su encierro volviendo a la normalidad perdida, existe el enorme riesgo de que muchos permanezcan atornillados a una vida de Zoom excluyendo, por decisión propia, las relaciones interpersonales. Una consecuencia más de esta pesadilla que no deja de sorprender.