Hace algo más de medio siglo, en las postrimerías del gobierno del conservador Guillermo León Valencia, se aprobó la Ley 25 de 1966 para exaltar la memoria del expresidente conservador Laureano Gómez. Un artículo de la ley establecía que el puente sobre el río Magdalena que se había comenzado a construir entre Atlántico y Magdalena llevaría el nombre del homenajeado.

El puente fue inaugurado en 1974 por otro presidente conservador, Misael Pastrana. Sin embargo, la muy liberal Barranquilla no aceptó imposiciones desde Bogotá y, en una reacción popular espontánea, lo bautizó desde el primer momento con el nombre extraoficial con que se le conoce hasta hoy: Puente Pumarejo.

Fue un reconocimiento al destacado político y abogado Alberto Pumarejo, por el papel activo que jugó como impulsor de la obra. Pumarejo, cofundador de EL HERALDO, tuvo una dilatada trayectoria que lo llevó a ser desde concejal y alcalde de Barranquilla hasta senador de la República, ministro, embajador plenipotenciario y designado a la Presidencia.

Cuarenta y cinco años después, y a escasos metros del viejo puente, están a punto de concluir las obras de uno nuevo, mucho más grande y elevado, concebido para facilitar la navegabilidad por el río Magdalena y, también, el tráfico automotor por la vía a Santa Marta.

El 29 de abril de 2015, durante la firma del contrato para su construcción, el entonces presidente, Juan Manuel Santos, anunció que el viaducto recibiría el nombre de Pumarejo. Pero, como ha constatado este diario, aquel anuncio no se ha traducido hasta la fecha en un acto administrativo o legislativo que así lo disponga.

El presidente Duque, que el viernes sellará protocolariamente en Barranquilla las placas del puente, tiene una oportunidad de oro para subsanar aquella omisión y poner fin a la anomalía histórica que ha supuesto tener un puente con dos nombres: uno, formal, decidido en la distante capital y otro, extraoficial pero más duradero, producto de la rebeldía costeña.

Los tiempos han cambiado. Ya el país no está dividido entre dos grandes partidos, como sucedía desde los días primigenios de la República. No se trata, pues, de plantear reivindicaciones políticas trasnochadas, sino de que se reconozca, con dos generaciones de retraso, que los nombres encierran muchas veces cargas emocionales que son ignoradas por los lejanos aparatos burocráticos que los deciden.

Y qué mejor manera de plasmar ese reconocimiento que poniendo, oficialmente, al nuevo puente el nombre que los barranquilleros y costeños quisieron para el antiguo.

En su visita a Barranquilla, el presidente podría hacer esta pequeña, pero de alto contenido simbólico, reparación histórica.