Los asesinatos de cuatro trabajadores penitenciarios en Bogotá, Palmira y Cali en menos de una semana y, en general, los ataques armados en contra de funcionarios del Inpec en el país, el más reciente este jueves en Cartagena, son otra señal inequívoca del estado de absoluta vulnerabilidad en el que se encuentran quienes laboran en los centros carcelarios.
Se hace imprescindible advertir que estos atentados no son hechos aislados. Como se ha demostrado en anteriores ocasiones, y esta no es la excepción, hacen parte de una deliberada ofensiva criminal con autores conocidos y móviles evidentes que busca infundir terror y ejercer presión sobre el Gobierno nacional. Nada distinto a un brutal pulso de poder liderado por los máximos jefes de estructuras u organizaciones delincuenciales desde el interior de sus celdas que debería entenderse como una amenaza directa contra el Estado.
Cuando a los guardianes del sistema penitenciario se les intimida, persigue y, aún peor, asesina impunemente por cumplir su deber, las señales que se le entregan al país resultan devastadoras: los criminales continúan mandando desde sus sitios de reclusión y lo hacen, desafortunadamente, con más poder del que el Estado parece estar dispuesto a reconocer.
Pese a las decisiones adoptadas por el Ministerio de Justicia, de la que se quejan y con razón los sindicatos del Inpec que las consideran insuficientes, la realidad es que más de 17 mil servidores penitenciarios están bajo fuego.
Su labor compleja, riesgosa y poco reconocida, al ser los custodios o vigilantes de un sistema carcelario colapsado, corrupto y minado por el chantaje de la criminalidad, no solo los expone, sino que los convierte en carne de cañón.
El ‘plan pistola’ detrás de los ataques de los últimos días, atribuido a grupos criminales con capacidad de fuego, cuantiosos recursos y conexión directa con los centros penitenciarios, tendría nombre propio. Las autoridades apuntan a alias Pipe Tuluá, líder de la banda La Inmaculada, instigador de un grupo supuestamente llamado ‘MAGO’, Muerte a Guardianes Opresores, y quien estaría pagando entre 3 y 5 millones de pesos a sicarios, para presionar su traslado de la estación de policía de Bogotá donde se encuentra a un centro carcelario.
Pero esa es solo la punta del iceberg de una crisis de seguridad mucho más profunda que impacta a los funcionarios del Inpec, quienes denuncian estar al límite por falta de garantías para ejercer su trabajo. A muchos de ellos se les acumulan preguntas que el resto del país también debería hacerse, en vista de la recurrencia de escaladas de violencia como la actual.
Para empezar, si la Fiscalía General de la Nación tiene en su poder información sobre los autores intelectuales de organizaciones mafiosas que han atacado a guardianes: ¿Por qué aún no hay imputaciones? ¿Qué avances concretos existen en las investigaciones? El ente, tan cuestionado en estos días por su reducida efectividad, debe tomarse en serio el tema.
El Ministerio de Justicia y la Dirección del Inpec, por su parte, tendrían que dar explicaciones claras sobre las medidas de protección activadas, los traslados de alto riesgo y el aislamiento de reclusos que, por todos es sabido, siguen manejando a sus estructuras desde las celdas.
Aún más, ¿cómo es posible que un interno ordene atentados a sus aliados en las calles, sin que ningún organismo de inteligencia del Estado lo detecte, y que la reacción oficial consista, por ahora, en permitirles o facilitarles a los trabajadores del Inpec comprar armas personales con descuento en una feria? ¿Esa es la estrategia de seguridad para conjurar este plan: convertirlos en civiles armados, mientras el crimen afina la puntería en su contra?
Actuando en la dirección correcta, la defensora del Pueblo, Iris Marín, le pide al Gobierno acciones urgentes y coordinadas para garantizar la protección de los funcionarios. Propone, además de una ruta integral de seguridad, articulación efectiva entre entidades y un puesto de mando unificado, que se evalúe la emergencia carcelaria para fortalecer la respuesta estatal.
En definitiva, no solo se trata de cuidar la vida de los guardias del Inpec, que es lo fundamental, sino de preservar la institucionalidad misma, porque el sistema penitenciario es uno de los pilares de la justicia. Si quienes lo sostienen viven con miedo, el crimen envía el mensaje de que el Estado es débil y que la violencia da resultados. Y eso no es tolerable.