El repudiable atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay asoma a Colombia a uno de los capítulos más sombríos y dolorosos de su historia, el de los magnicidios de los años 80 y 90. Lo sucedido con el dirigente del Centro Democrático, baleado por un adolescente durante un acto de campaña en un parque de Bogotá, es un nuevo retroceso; uno más de los tantos que afronta el país en la actualidad, como consecuencia de la radicalización política, de un fanatismo rampante, que le ha hecho un enorme daño a la democracia y, de paso, a los ciudadanos que creemos firmemente en ella.

Miente, descaradamente, el que diga ahora que no lo vio venir. Era cuestión de tiempo para que extremistas armados se hicieran eco de la ideología del rencor, del resentimiento, que fractura nuestra sociedad, canalizaran la creciente polarización de los últimos años y la transformaran en la peor forma de violencia política. De manera que es inevitable no sentir miedo, indignación o desconcierto tras un ataque tan infame que nos expone a un desastre.

También es cierto que muchos de quienes en este momento se rasgan las vestiduras y ofrecen relatos que no resultan creíbles, han hecho nada para atenuar su sectarismo. Más bien lo contrario. Inamovibles en su orilla doctrinaria, tanto el presidente Petro como sus fieles escuderos en el Ejecutivo y el Congreso, con su irrespeto, intolerancia e inquina hacia sus adversarios políticos, a quienes estiman sus enemigos, y el degradado lenguaje que usan para descalificar, estigmatizar o insultar a quienes no asumen su relato oficial, han empedrado el camino hacia el infierno de un Estado de derecho que procuran deslegitimar.

Lamentablemente, el discurso de odio del oficialismo que incita al desprecio, la desconfianza y la violencia, dentro y fuera de redes sociales, en las que incluso un puñado de individuos ideologizados justificó miserablemente el ataque contra el senador Uribe o lo trató de usar con fines electorales, ya ha sido copiado por actores políticos de la oposición que también se han convertido en altavoces de la confrontación partidista. El resultado de esa perversa dualidad nos ha conducido al fracaso de la razón, del debate de las ideas, del sentido común, y ha puesto en peligro la defensa de las libertades y los derechos políticos de la ciudadanía.

Pensar distinto, discrepar públicamente, así incomode a otros, jamás debe costarle la vida a nadie. Lo de menos es el color político o activismo social. En el universo del pluralismo político no puede haber memoria selectiva. Las víctimas de la violencia, y Miguel Uribe lo es porque su madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada por Pablo Escobar en 1991, como el resto de la población, deben contar con todas las garantías del Estado para elegir y ser elegidos. Son los principios básicos de una democracia que deben ser honrados por el gobierno de turno, cualquiera que sea. Urge que quienes ejercen el poder asuman sus responsabilidades políticas, sobre todo ahora que la campaña se ha alterado por completo.

Es imprescindible, además, que expliquen sus actuaciones. Principalmente, la Unidad Nacional de Protección (UNP), que afronta una prolongada crisis interna, y a la que partidos políticos y precandidatos presidenciales acusan de retirar esquemas o de no dar respuesta a sus requerimientos de seguridad. No está de más preguntar, ¿cuál es el nivel de interlocución o articulación de su director, Augusto Rodríguez, con el ministro del Interior, quien preside la Comisión Nacional Electoral, justo cuando se piden fortalecer las garantías?

Como si fueran jinetes del Apocalipsis, luego del atentado siguen corriendo desbocadas la intolerancia, la polarización, la desinformación o el irrespeto de quienes solo saben hacer política partidista o pagada. Demoledor, porque lo que esta nación demanda para no repetir la historia de Bonilla, Galán, Pardo Leal, Jaramillo y Pizarro es que se le dé una oportunidad a la unidad sincera, fraterna, que nos reconcilie con la verdad, la justicia y la no impunidad: un pacto por la concordia para frenar la violencia verbal, paso clave para volver a la sensatez.

Deben ser prioridades del caso, en el que la investigación tiene que ofrecer resultados definitivos para revertir la incertidumbre de una campaña sin garantías ni futuro. Somos una nación rota, pero no derrotada. Hacemos votos para que el presidente Petro sepa ser el líder que este ataque contra la democracia le exige, en vez de un apóstata del Estado de derecho.

A su esposa, María Claudia, a los hijos del senador Uribe, a su hermana, María Carolina, al resto de su familia, partidarios políticos y amigos, nuestra solidaridad y oraciones para su total recuperación. Preservar la democracia del embate criminal es también nuestra causa.