El 70 % de los gobiernos del mundo impone restricciones a la prensa. Contarte esto pone en riesgo nuestro trabajo y nuestra seguridad, pero lo seguiremos haciendo porque si no, no seríamos periodistas. Es nuestro compromiso y nuestra responsabilidad. Y lo ratificamos.

Con este categórico mensaje, medios de comunicación, periodistas y editores de distintas latitudes, entre esos la Asociación Colombiana de Medios de Información (AMI), de la que hace parte la casa editorial EL HERALDO, nos unimos este 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa, para defender el derecho fundamental que nos asiste, al igual que a todas las personas, sin distingo alguno, a la libertad de opinión y de expresión, como lo establece con claridad el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Es también una forma de exigir responsabilidad compartida ante el deterioro que ideologías extremistas o populismos de derechas o izquierdas, con argumentos vacuos o salidas poco efectivas, pero emocionalmente rentables, le causan al derecho de buscar, difundir y recibir información con libertad, una garantía individual y colectiva conectada con el bien público.

En la marabunta de polarización a la que hemos llegado en Colombia, cuando a tantos les urge encontrar un responsable directo del caos o un enemigo perfecto, son contados -con los dedos de la manolos que no participan en las operaciones de acoso y derribo de la prensa. Pasan por alto, deliberadamente, que la información es un pilar de la libertad de expresión y, en últimas, de la democracia misma. En primera instancia, los titulares de ese derecho son los ciudadanos; los medios de comunicación somos los garantes de que así sea.

Para entendernos mejor, la prensa libra a diario duras batallas en favor de la libertad de expresión con decidida responsabilidad editorial. De entrada, contra la amenaza de la desinformación que se reproduce con celeridad en las autopistas digitales de plataformas o redes sociales, donde circulan sin control todo tipo de mentiras, difamaciones, tergiversaciones e inexactitudes impregnadas con frecuencia de sectarismo ideológico, cuando no de populismo autoritario. Casi siempre los ataques de los fabricantes de falacias o de los manipuladores de algoritmos, pagados para construir relatos calumniosos o infundios, se escudan en una supuesta libertad de información que está lejos de ser cierta.

Es indispensable hacer estas distinciones para que la gente pueda cuestionar, recelar y, en lo posible, asumir que no todo lo que se publica o difunde dentro o fuera de las redes sociales es periodismo ni honra la exigencia de los medios comprometidos con el derecho de los ciudadanos de acceder a información veraz, responsable y contrastada. Demasiados contrabandistas de las noticias falsas se lucran del ambiente hostil que origina la desinformación en su objetivo de erosionar el debate público.

No es fácil establecer esa diferenciación. Sobre todo, cuando a falta de pensamiento crítico lo que se impone es la confrontación ideológica o cuando las medias verdades con componentes altamente emocionales las elaboran los aspirantes a tiranos. Ciertamente, el autoritarismo, electo o no, un desafío global que va in crescendo, se ha convertido en terreno fértil para limitar el ejercicio de una prensa libre e independiente que, no nos cansamos de insistir en ello, es garantía de progreso idóneo para las sociedades pluralistas.

El perfil del gobernante autoritario lo conocemos de sobra. Total desprecio por las leyes, mentalidad de resentimiento hacia los otros, culto a la victimización, agenda de venganza, deseo de reconocimiento a toda costa, mientras es secundado por un séquito de áulicos de pensamiento único que renunció a debatir ideas para dedicarse a insuflar consignas. Se sienten dueños de un mandato absoluto que les da carta blanca para hacer lo que quieran.

Su intolerante doctrina progresista, libertaria o nacionalista los conduce a señalar e incluso a criminalizar a quienes piensan distinto. Normalizan sus usuales ataques a la prensa, pero se contorsionan con aprensión y cantan censura cuando se les demanda cumplir las normas. Decididos a construir realidades paralelas o alternativas en los canales oficiales, los medios de comunicación que se las desmontan con verdad son un obstáculo a apartar del camino.

Cambiar las reglas del juego democrático es el fin último de los autoritarios para atornillarse en el poder. De ahí que restringir la libertad de expresión o el derecho a la información sea parte de su estrategia encubierta. La incertidumbre colectiva, la fractura del tejido social y la falta de credibilidad de la gente en sus instituciones, a las que acusan de haberles dado la espalda, hacen el resto. Ciudadanía resignando sus libertades a cambio de que le resuelvan sus necesidades más apremiantes. Este no puede ser el final de la historia.

Sin periodismo no hay democracia. Nuestra defensa del Estado de Derecho nos exige redoblar esfuerzos. Pero solos no podemos. Como corresponsables de la historia debemos comprender que cuando atacan a la prensa para debilitar su papel de guardián del derecho a la información, también dañan la libertad de expresión. Los tiempos cambian, sin duda, pero la lucha por la defensa de una prensa libre e independiente se mantiene, pese a todo.