De mantener la esperanza habla la Iglesia Católica, una de las garantes de los acercamientos entre el Gobierno nacional y el Comité de Paro, cuyos representantes han exigido garantías para el ejercicio de la protesta social en el país. Sin el cese de la violencia, advierten, no será posible avanzar. Tienen toda la razón. No hay justificación alguna para el asesinato de jóvenes manifestantes a manos de integrantes de la fuerza pública ni para la represión armada contra la pacífica y legítima expresión ciudadana, como tampoco es razonable –bajo ninguna circunstancia– exculpar el accionar violento de quienes atacan a policías, incendian instalaciones oficiales o adelantan bloqueos en vías impidiendo el paso de alimentos, insumos médicos, combustibles y otros elementos esenciales para la vida de los habitantes de los territorios. Detener esta suma de hechos que transgreden la normatividad jurídica también es prioritario.

Sin duda se necesita esperanza, y mucha, así como liderazgo, confianza, voluntad y respeto, para encontrar puntos en común que permitan superar la desazón de esta sin salida que ofrece un panorama bastante sombrío para los colombianos afectados en su movilidad o en su derecho al trabajo que reclaman de sus gobernantes, de la oposición y de los actores sociales del país unidad y grandeza para construir caminos de entendimiento que faciliten la salida de la actual encrucijada. Cada día que pasa, la situación es más grave, no solo por la espiral de violencia que parece devorarlo todo, sino por el debilitamiento de la gobernabilidad y la profundización de la crisis institucional en regiones sacudidas por una histórica conflictividad social.

Ahora que están sentados en un mismo escenario, aunque parezca inviable o inalcanzable llegar a consensos, ninguno de los interlocutores –sobre los que hoy pesa una responsabilidad enorme– debe renunciar a explorar posibilidades de concertación. ¿Por dónde empezar a construir acuerdos cuando resolverlo todo resulta tan apremiante? Desde luego, reconociendo que debe ser una negociación razonada en la que unos y otros tendrán que poner de su parte para asumir que no todo podrán obtenerlo. Con tantos liderazgos dispersos que dificultan la representatividad no será fácil encontrar soluciones rápidas, pero el difícil momento por el que atraviesa el país demanda de las partes perseverar e ir haciendo partícipes a los diferentes movimientos sociales que levantan su voz en las calles, principalmente a los jóvenes, uno de los grupos poblacionales más impactados por los efectos negativos de la pandemia.

El Estado tiene la obligación de garantizar los derechos de todos los habitantes del país. De quienes se manifiestan, por supuesto, y también de quienes no lo hacen, por los motivos que sean, pero están afectados por las movilizaciones, taponamientos o, en el peor de los casos, por los desmanes y saqueos protagonizados por el vandalismo camuflado en la protesta social. A la creciente desazón y agotamiento entre los ciudadanos se añade ahora el desencanto por la falta de oportunidad y manejo político del Gobierno nacional para resolver la crisis a punto de completar su tercera semana. Ante este panorama de máxima tensión corresponde al presidente Duque retomar la conducción de un barco llamado Colombia, seriamente amenazado por los radicalismos de sectores que pretenden empujar al país al abismo, pero también por las salidas en falso de funcionarios de alto nivel, cuya impericia para hacer frente a los complejos hechos alrededor del paro no favorece el clima de la negociación.

Además de la esperanza, a la que convoca la Iglesia, el país debe convencerse de que la única manera de superar esta coyuntura adversa es a través de un diálogo honesto, comprometido y sin revanchismos, atendiendo las necesidades de la juventud que no se siente representada en el actual sistema y deponiendo cualquier forma o expresión de violencia en las calles. De cara a la inminente negociación, la prensa escrita en Colombia llama hoy a los ciudadanos a unirnos para construir sin destruir con el propósito de sobreponernos como nación a este aciago presente que entre todos podemos recomponer respaldando la fórmula de una conversación edificante en la que seamos capaces de resolver los problemas que nos separan.