El ser humano se pasa la vida anhelando algo: ser feliz. Lo que es sumamente contradictorio es que, en el intento, es tremendamente infeliz. Así las cosas, el que llega al objetivo fue infeliz en el camino. El que trató fue infeliz tratando. El que no pudo fue infeliz por no serlo.
La ecuación parecería obvia y permitiría entonces deducir y diagnosticar que en el trascurso de la vida se es más infeliz que feliz, incluso en busca de la propia felicidad.
El teatro del absurdo. No fui feliz por tratar de ser feliz.
El problema no solo es buscar felicidad en demasía, es abrir la puerta a la concepción de “un más allá.” Cuando se contempla se crea y todo es poco. Este más allá no es otra cosa que una ligera invitación a desapropiarlo todo, a revestirlo de incipiente todo. A presentarlo todo inconcluso y todo mínimo.
Siempre hay algo más grande, más caro, más lindo, más fuerte, más sólido, más rico, más próspero, más grato, más lujoso, más exclusivo, más protagónico, más llamativo, más nuevo, más fresco o más todo. ¡Qué abismo! Es ahí donde se pierde el valor real de lo que nos rodea: bailar, reír, jugar, la lluvia, las manos de los hijos, el pan de la mañana por ser pan y estar en la mesa, el inicio, galilea, el nuevo amor, la brisa que es una caricia, una palabra de amor, tu camiseta vieja y rasgada que te abriga y tú sabes cuánto te luce, la voz de un buen amigo, el fuego, la mirada de tu perro, el recuerdo de la cocina de abuela, el olor a infancia, el sito de tu recreo, los ojos cerrados, el latir del corazón, el firmamento, el espíritu, la montaña, lo que no se toca pero existe, un árbol, el silencio, las páginas de un libro por leer, un chiste, un té, un gol, un hilo rojo, el calor de la memoria, una melodía, dos caminantes, una aventura, la grama en la piel, el agua de mañana, la verdad, una cajita de colores, un cojín, un abrazo fuerte, ver el sol salir, la ilusión, los ojos de un niño, la esperanza, una planta, un bolero, un chocolate, un instante de paz, la salud, caminar, respirar, moverte, sentir, flotar, ser, vibrar, la hierbabuena en la mano, el cristal del rocío, el campo y el río, la biblioteca, la luz, un pedazo de honestidad, la foto de mamá, una historia, un disfraz, el cielo, la mariposa azul, un cuento por contar, un trozo de fantasía, un sueño, una insinuación, la intuición, un beso mordido, un salto inesperado, deslizarse por ahí, las manos vacías pero limpias, un cofre secreto, un secreto, una historia de amor, una sorpresa, sentarte en el andén, las aves del paraíso, el nuevo día, la corriente, la sutura del dolor, una carcajada, un par de canas o doscientas treinta, un recuerdo, un sonido y suspiro.
El valor de las cosas que nos rodea no está en el más allá, ni está en el logro siguiente, ni el siguiente reto.
No está en lo que nos gobierna, la mirada depositada en ese más allá regente de tanto presente a nublado el destino y ha depositado bruma en la vivacidad de los minutos por vivir. No es necesario ir más allá, no hace falta, no conviene, todo está más próximo, mucho más cerca.