Déjame oírte hablar y te diré cómo es tu corazón.

Solo una vez me habló de ella, pero ella se quedó en mí para siempre.

No era una tarde especial, ni el calendario lo enmarcaba, ni algún suceso extraordinario adornaba aquellas horas. No recuerdo siquiera alteración emotiva alguna en mi ser en ese instante, tampoco la presencia de esa inconfundible dosis de entusiasmo casi febril que solía abrazarme con firmeza cada vez que caminaba las calles del barrio de los viernes. Ante mis ojos, era todo más o menos normal, por lo menos eso pensaba yo, pero mientras avanzaba, la distancia entre una memoria inolvidable y mi destino se hacía cada vez más corta.

¿Dónde estará? Me preguntó.

De pronto todo se rompió. El restaurante enmudeció. Nuestra mesa crujió. La señora Hilda, la amorosa cocinera, dejó caer la albahaca y los tomates y hasta las flores del mantel reubicaron su presencia como buscando un florero o una taza de oxígeno para poder respirar y entonces continuar.

Lo miré fijamente y me quedé sin parpadear escuchándole no sé por cuánto tiempo.

“Llevaba un suéter blanco de cuello alto y una falda gris clara, estaba sentada como esperando el momento exacto, como si toda su vida dependiera de mí, o de mi paso esquivo y distraído, quizá temeroso. Me llamó un par de veces moviendo sutilmente su mano izquierda, como pidiéndome un par de segundos, como saludando tímidamente, preguntándome con los ojos y con las entrañas eso que hoy aún quisiera poder responder. Todo se hizo eterno, mi entonces compañera caminaba unos metros delante de mí y se alejaba poco a poco, así como yo de la mujer de blanco, cada uno sin quererlo…”

Han pasado poco más de 17 años, fue una tarde de abril como estas, y el relato retumba en mis esferas tan fresco como el aire nuevo, como si nada fuera ayer. Confieso que también sigo buscando a la mujer que Luca dibujó con sus palabras ese día. Ya no soy el mismo de esa tarde, no me intriga el olor de su piel, no me amarra el viento frío del otoño del sur que enmarcaba la secuencia, ni las luces de la ciudad de los amores de todos los enamorados.

Entendí con el paso de estos años que lo que quedó en mi fue la fuerza de la historia proveniente de la voz del corazón, y en ella el pensamiento de las imágenes, sus texturas y sus fibras, cada partícula de honestidad. La voz de Luca era la voz del corazón.

El corazón es el asiento de la imaginación y la imaginación más autentica proviene de allí, desconoce tiempos y planos y se hace inspiración, nos permite ser uno y ser muchos, ahondar en las representaciones de los otros y sentir con ellos su realidad imaginada, su sueño, su pertenencia más íntima, navegar por escenas que invitan a descubrir la noble tarea de no ser solo un instrumento. Nada seríamos y nada seremos si las voces del corazón se mitigan y se silencian. Hablar desde el corazón es mucho más que sentir.

Los griegos lo planteaban y describían en el término Enthymesis, que significa meditar, concebir, imaginar, proyectar, desear ardientemente, tener algo presente en el thymos, que no es nada más ni nada menos que tener alma, fuerza vital, corazón, intención, pensamiento e imaginación, lo que algunas veces y con tanta frecuencia escasea en nuestra cultura y nuestra sociedad. ¡La voz de corazón! La única que nos permite reconocernos como realmente somos y la capacidad que tenemos de hacer nuestro camino realidad, certeza y verdad.

Aquella tarde cambió mi vida, me enseñó a oír la voz del corazón y a buscar en mi imaginación la esperanza cada noche para que otras voces se encuentren y recuerden que el trabajo del corazón es también dar a luz a la imaginación y hacer vivir las voces que permiten conocer los otros corazones.