
Sus formas siempre fueron particulares, tenía una manera especial de ajustar el delantal de chef a su cintura, de tomar el cuchillo y darle un ‘repasón’ rápido por el afilador y de ubicarlo de manera simétrica, pero absolutamente espontánea, al lado de la tabla de cortar. Los tomates sonreían antes de pasar a sus manos, como si supieran que los comensales pronto los verían en mejor presentación, iluminados por destellos de orégano y albahaca, que, como lentejuelas, adornarían su presencia en trozos de su cuerpo al descubierto, ya sin piel y sin tapujos, dejando expuesto en la mesa y en el plato la verdad de su color.
Al mismo tiempo con el –rabo del ojo– revisaba el agua que empezaba a hervir, tomaba la temperatura del horno y mezclaba en aceite de oliva un pedazo de pan fresco para compartir con quienes sentados en butacas de acero conformábamos el mundo de sus afectos y sus sabores. Como si fuera poco, tarareaba la música que él mismo había seleccionado, reventaba en risas participando de una conversación fresca o mordaz, ligera o profunda, sarcástica o amorosa, dependiendo del minuto de cocción de la palabra.
Su casa olía siempre a amistad, a lo que olía su pasta y el caminar de su compañera siempre atenta, evitando una copa vacía, un parpadeo largo o cualquier distracción innecesaria. Juré que en su cocina, su comedor y su sala había un problema con la red, la señal o el internet, pues los dispositivos móviles quedaban por ahí tendidos en un bolsillo, en el bordillo de una esquina, en una mesa lateral o en el olvido temporal.
Durante muchos años, en diversos espacios profesionales, en el ejercicio de mi oficio y en medio de conversaciones, algunas prósperas, otras deliciosamente ociosas, pregunté a mis invitados, entrevistados, contertulios y cómplices sobre el talento. Siempre me produjo inquietud las diferentes percepciones sobre el mismo, de quienes lo pueden sentir, disfrutar y, por supuesto, brindar y compartir.
El talento es la magia de hacer ver fácil lo difícil. Aquellos que tienen, logran a su vez inspirar a los demás, invitarlos a atreverse y, lo que es superlativo, hacernos creer a todos que también podemos hacerlo, que también lo tenemos, que también podemos ser los mejores. Ese factor es determinante en la idea de construir una sociedad con sueños y con propósitos; procura, además, que emerja entonces la disciplina y la constancia para vencer algunas carencias, para mitigar el dolor del no virtuoso, para incentivar a través de la repetición y la convicción, el esfuerzo y, en consecuencia, el logro.
Luigi, mi talentoso amigo, cocinero y músico, anfitrión nato, dejó en la última cena que tuvimos, o mejor, en la más reciente, una enseñanza más al lado de mi servilleta:
“Solos no podemos, estamos hechos para ser complemento, el brillo, aunque parezca individual, es siempre colectivo”, dijo
Ahí entendí que en su casa no había conectividad, pero sobraba conexión. Conexión de almas, de espíritu, de formas y de fondos, de palabras, empeños, de afectos, de aptitudes y sonrisas, de esfuerzos, lo que hacía que todo, todo fuera especial.
Entendí que cuando estamos conectados logramos cosas impensadas, todo fluye y se hace fácil, aún lo más difícil.
Antes de ponerme de pie, le oí decir:
“Que no nos pase como Messi que hoy se le ve triste y aburrido, sigue haciendo goles, pero no está conectado”
Nuestro compromiso es conectar para vivir, para encontrar un planeta más humano, para que la suma de talentos (todos tenemos uno) movilice el nuevo mundo y lleguemos todos a buen puerto, pero no solos. Conectados.
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