
A mí también se me cayó el alma al piso. Así como se le cae el café caliente en la mañana al que no puede vivir sin él.
Hay hechos en la vida que nos arrastran, que nos empujan al vacío, que condenan nuestra sorpresa y también nuestra alegría.
Hay episodios en la semana que nos hacen disidentes, amargos, impotentes. Hay días con el corazón en pliegues, en silencio, en incomprensión, en maltrato y en estado fugaz de adormecimiento. Esas tardes que fueron para otros y no para nosotros, son el resultado de nuestras pasiones, de nuestras convicciones y nuestras luchas incesantes, las calificadas de absurdas por los ligeros y necias por los perezosos.
La voz rasgada del martes es el corazón herido del domingo. La distracción del miércoles es la memoria del olvido. La ilusión del jueves es el motor de la revancha, el impulso del herido y la resurrección del afligido. El viernes todo es fuerza y convicción y a pesar de la seguridad del sábado en la que reposan también los enemigos, el domingo nuevo todo es nervio, matemática y deseo.
“El teatro de los sueños” podría ser además el título de una obra universal que verse el significado de existir. Podría ser la ópera más bella o el encanto del teatro más sublime. Si fuera un cuento de niños, sería quizá el más leído, el más contado.
“El teatro de los sueños” es el nombre inmarcesible de un campo de fútbol, de un equipo de fútbol, de un país que se inventó el fútbol.
Poco extraño, muy preciso.
Nuestras semanas son así, las vivimos así, somos unos enfermos condenados a la posibilidad de ser felices una y dos veces a la semana.
Estamos diagnosticados hace tiempo, no tenemos cura.
Nuestra medicina es la magia, el talento, la entrega, la fuerza, los huevos, el arrojo, el grito, la copa, el gol, el sudor, la cintilla, la 10, la convicción, la jerarquía, la ensoñación, el liderazgo y la fantasía.
Todos los que asistimos a una cancha de fútbol alguna vez, en el potrero, o en el campo del barrio o en el estadio del pueblo, o en El Metro, El Campín, El Atanasio, en la boca o en San Siro, o en el teatro de los sueños, fuimos contemplando el derecho a la sonrisa, al júbilo, al oxígeno. Nunca supimos de edades ni mucho menos de la antipatía de las clasificaciones socioeconómicas, las únicas que nos importaron, fueron las que nos llevaron a las finales.
Todos los que alguna vez nos levantamos a aplaudirlo, o soñamos con hacerlo, todos, sin excepción fuimos él. Todos mencionamos su nombre, imitamos su gambeta, nos deleitamos todos, fuimos argentinos o quisimos serlo cada vez que vimos que su camiseta se agrandaba frente a las dificultades.
Todos fuimos Maradona. Hasta los que no quisieron serlo. Todos nos llamamos Maradona, todos fuimos el mejor.
Todos nos quedamos con su todo mientras él se quedaba con tanto y con tampoco. Disfrutamos de su gloria pero jamás nuestra piel vivió su ruina. El peso abrupto de sus quilates era insufrible en solo un cuerpo, y sin embargo corrió y corrió. Pocos hombres en el mundo hicieron que tantos hombres en el mundo levantaran sus brazos y creyeran que todo era posible.
A todos alguna vez se nos cayó el alma. Pero no tanto como a él.
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