Me dijo sin dudar, como exclamando con absoluta certeza y tranquilidad lo que su alma ya tenía perfectamente decantado y no generaba en ella ningún tipo de maltrato, por el contrario, abundaba en su mirada, paz y serenidad: “Somos como las plantas, algunas veces marchitas, otras veces florecidas. Cuando creemos que ya no hay respiro, una gota de agua y un poco de luz, nos alimenta y volvemos a vivir.”
Lo que Enice, mujer cautelosa, honesta, sensible, cuidadosa y precisa, hermana de Tony de Douna y de Zakie, amorosa y extraordinaria, como tantas otras exponentes de una de las maravillosas cocinas gastronómicas de la ciudad; la libanesa, al decirlo no sabía, era que esa mañana muy temprano yo había visitado un vivero en Puerto Colombia y me había desplazado entre olivos negros, ficus pandurata, cactus, nopales, mafafas y orquídeas, buscando en ellas redención y vida. Las había escogido y ellas me habían escogido a mí. Había disfrutado de la inigualable sensación de plantarlas siguiendo paso a paso, lo que bien me había enseñado Baldomero, el chico que me atendió y me guió por los jardines del lugar, un joven de escasos 1.60 de estatura, de caminar ágil y sonrisa presente, de aquellos que suelen decir a todo sí, de los que encuentran siempre un camino y una posibilidad, de los que todo lo pueden, de los que conocen su oficio y lo hacen mejor que ninguno por el amor que le imprimen, de esos que transfieren el conocimiento sin recelo ni temor.
Seguí al detalle sus instrucciones y mientras hacía lo indicado con la cascarilla y el abono, con la raíz y el tallo, entendía que en mis manos estaban los brazos y la piel de una entidad viva que también respiraba y sentía, capaz de producir energía y vida, necesaria e indefensa.
Claramente mis horas meditativas con las manos en las plantas, eran el aperitivo de un almuerzo donde el alimento no solo sería el trigo del mougrabiyeh, el garbanzo del tahine, la hierbabuena que acompaña el kibbeh y el cardamomo en el café; el plato fuerte sería la palabra, la reflexión, la simpleza.
La frase de Enice fue contundente, apareció de su asomo a la ventana para ver una bromelia. Esas son las cosas que aún entusiasman el alma, que bien suceden en este territorio que es homenaje a la multiculturalidad, donde cada sabor, cada saber y cada sentir, se sientan a la mesa y hacen que nada vuelva a ser igual. El caribe colombiano es un retrato de grandezas donde se manifiestan universos paralelos más valiosos que los reales, los cuales son soplo de ánimo que permiten sublimar, así sea por segundos, las imágenes del planeta en desmoronamiento, los estallidos de volcanes, las matanzas a delfines, las atroces fotografías de oficiales vaqueros maltratando y persiguiendo de manera indigna cientos de inmigrantes, los ladrones robando a ladrones y ciertos gobiernos denigrando y atropellando a la mujer de forma inaceptable y grotesca, el hambre y la pobreza extrema, los niños sin mañana.
Vivir no es un ejercicio fácil, los registros de este mundo en estos días son devastadores, son la consecuencia de una vida desmedida y arbitraria donde mucho parece empeorar y otro tanto nunca cambia.
Aunque pueda parecer ligero, nos hace falta caminar por el jardín, entender que se marchita lo que no cuidamos, que somos flor en primavera y hoja caída en otoño, que nos hace falta sembrar vida, tal vez, ser Baldomero, ser Enice y ser planta.