Hay algo que se esconde en ti que tú no puedes esconder. Aunque lo pretendas y lo luches, será más grande que tu propias formas y que todas tus siluetas. Poco a poco se apropiará de tu cuerpo invadiéndolo y haciéndolo flotante, tal vez como el rocío o, tal vez como la bruma. No serás pintura y, por supuesto será un privilegio no serlo, pues eso mismo que te invadirá, te lanzará fuera del lienzo y aunque los óleos y pinceles te persigan y te imploren que estaciones para untarse de tus haces, quedarán en el camino mirando con anhelo los destellos del intento y, respirando lo que siempre quisieron ser.
No te asustes, te aflijas, no te extrañes ni impacientes, con el paso de los días y las horas de las noches, lo verás envuelto entre tus cajas, en tus manos, en tus lazos, tu mirada y tu sonrisa, en tu estela, en tus danzas y en tu silla. Vas a creer que no te pertenece y lo buscarás en cada esquina, en las ropas y paredes de las casas de vecinos, en los versos y en los ríos. Recurrirás al espejo con sigilo y también con disimulo. Creerás que está en tu pelo, pero no pienses en cortarlo, no hace falta.
No te agites, no te espantes ni te enfades, no tomes el autobús que crees te conduce a su reposo. Con el paso de los días y las horas de las noches, lo verás en tus palabras, en las guías y en las pistas encantadas que te indican el camino. Es posible que te alegres y lo busques en tus juegos y en el cofre de tus piedras favoritas o en los meses que ya por siempre y desde siempre son tu primavera. Le preguntarás a tus mascotas, a los árboles, los cielos y a las nubes, caminarás hasta el cansancio con tus manos y los dedos entre guantes y mirando al piso con rareza y con apuro. No te canses, cuando estés en las arenas de tus cosas favoritas sabrás que no habrá prisa, lo verás en el brillo de los soles más radiantes y en las gotas que refrescan los colores más intensos. Estará en tus mares y en tus aguas más benditas.
No te muevas, no te vayas, no te mortifiques, con el paso de los días y las horas de las noches, lo verás entre tus rizos, en las fotos de tu infancia, en tus juguetes y abrazando los recuerdos de tu vida, en tus viajes, tus memorias y en tu cuna, en los ojos de tu padre esperando tu llegada, en las estrellas y en tu luna.
Lo que buscas y te abraza traspasa el aire y todo lo envuelve arrebatando la belleza efímera y alumbrando todo lo eterno.
Eso que sientes te acompaña a todas partes no es tu sombra, es tu luz.
La luz es el reflejo de tu alma deja que a todos inspire y a ti te siga iluminando.
Carta de Leopoldo Bastidas a su hija Sofía, a quien siempre asociaba con lo que para él, daba sentido a la existencia: La luz.
Sofía le inspiraba e instalaba en su ser con virtuosismo, un profundo compromiso y un complejo deseo por identificar la luz que habitaba en cada ser, la vital, la expuesta y la poco utilizada.
Leopoldo creía en un mundo nuevo y consideraba que las pulsaciones de su corazón trascendían cuando podía aproximar a un individuo a su encuentro con su luz sin importar el color de sus rincones más íntimos, de sus dolores más agudos o de sus penas más crudas.
La luz que habita en cada ser, es la fuente que alimenta el renacer y el despertar, trae el aire más sereno y afianza en todos la creencia. Es abrigo y es reposo, es Leopoldo y es Sofía.