Solía salir al balcón temprano en la mañana. Las primeras horas del día se habían convertido en sus preferidas, el aire fresco y un rayo de sol compasivo eran un saludo a su sonrisa. Ciertamente, no había sonreído mucho en el pasado, un manto de introspección, timidez y penas de su infancia, se habían colado en su mirada y escondían su inocencia y su alegría, las cuales, de puertas para adentro y por fortuna, jamás se convirtieron en tristeza.

Disfrutaba de las cosas simples, se sonrojaba en soledad cuando descubría su corazón conquistado por una mariposa, en su asomo a la ventana, regaba sus plantas casi con el mismo amor con el que un padre alimenta a su hijo. Las veía crecer y se hacía niño, se sentía hoja, pero también, se hacía adulto y sentía tallo. Aún, en medio de su libertad, miraba hacia atrás con disimulo para asegurarse que nadie lo veía mientras era feliz.

“Lo más hermoso solo vive, si a diario se alimenta” rezaba como mantra cada vez que contemplaba su pequeño jardín.

¡Qué cierto es! ¡Y cuánto lo olvidamos!

Parecería que el comportamiento del humano tiende a dar por sentado y absoluto todo lo que un día fue su anhelo, como si lo alcanzado, por llegar al fin a sus manos, se hiciera entonces polvo y desencanto, exponiendo el camino de lo absurdo, el de sentarse a conducir el camión de ilusiones rotas.

Los momentos difíciles son, por razones suficientemente conocidas tales como el estado de vulnerabilidad propio de la incertidumbre, el peligroso instante en el que la sociedad puede perder el contacto con el sentido de la vida y sumergirse en la resignación que solo invita a la entrega, a la perdida del propósito, a la frustración, al abismo y al hoyo negro. Una cosa es aceptar, otra muy diferente, resignarse. Le temo a la resignación más que todos los espantos juntos, pues acribilla la posibilidad de seguir adelante y va mermando las fuerzas de la lucha hasta dejar tendidos en la lona, todos los hechos que alimentan la esperanza. El olvido se hace tormenta y entonces: ¿Para qué creer? ¿Para qué sonreír? ¿Para qué agradecer? ¿Para qué levantarse y respirar?

Es ahí, en el dibujo de esa línea peligrosa donde debemos sublevarnos y atacar el ser destructivo que nace en el ya citado desencanto hacia la vida y el planeta, al que nada le basta. El vulnerado y devastado por la crisis, al que no se levanta. El desahuciado por su estima, el que no tiene energía. Es ahí, donde debemos pararnos y alimentar las cosas bellas de la vida, es ahí, en la consciencia de lo simple, donde se nutren las defensas, es ahí donde se encuentra el aliento y el remedio. Ahí, en el borde, justo antes de cruzar la línea que todo lo maltrata, en el punto más complejo, es ahí donde puede nacer el individuo que recuerda su propósito. Ese es el lugar donde revive la flor, donde se ingresa al santuario de las almas que lo logran, es ahí, donde se emerge desde el fondo y en los hombros se arrastra a quienes parecían claudicar.

La última vez que acompañé a Leopoldo a su terraza, traía todo esto en su mirada, era el guerrero silencioso que hace fuerte su destino en lo más suave de su entorno. El que alimenta la ternura para robustecer su templanza, el que consiente el amor para estructurar su resistencia, el que respira profundo para limpiar su mente, el que riega sus plantas para crecer su espíritu. Ese día fue ayer, fue hoy y fue mañana.