Casi todos los reparos que se le hicieron a la negociación con las Farc se materializaron. Habrá impunidad para delitos atroces, elegibilidad política para culpables de los mismos sin pasar por la justicia, quedaron abandonados a su suerte cientos de menores de edad en la guerrilla y, como si fuera poco, la famosa refrendación del acuerdo que prometió el Gobierno jamás ocurrió.
A los defensores del acuerdo, pues, solo les queda un argumento a su favor. Pero no es cualquier argumento, sino el más importante de todos: la reducción en el número de muertes. El Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) estima en casi 3.000 el número de vidas salvadas por el proceso de paz.
Mantener ese saldo a favor es, por tanto, indispensable para que la historia juzgue benévolamente el proceso. Si, después del sacrifico económico, moral e institucional que tendremos que asumir, acabamos reemplazando esas muertes por otras, en igual o mayor número, como consecuencia del acuerdo, habremos cometido un error de proporciones históricas.
Infortunadamente, eso puede ya estar pasando. Dos factores de violencia se fortalecen gracias a lo pactado con las Farc: el narcotráfico, por un lado; y los demás grupos armados, como el Eln, las ‘bacrim’ y las ‘disidencias’ de las Farc, por el otro.
Las repercusiones son aterradoras. La coca está tan desbordada que está atrayendo ‘inversionistas extranjeros’, como las mafias mexicanas que han bañado de sangre a la nación azteca. Grupos armados de todas las pelambres están ocupando los espacios abandonados por las Farc, algunos apoyados militar y logísticamente desde Venezuela. El asesinato de líderes sociales no da tregua. Y suceden hechos hasta hace poco impensables, como el atentado terrorista del Eln que segó la vida de cinco policías en Barranquilla.
A las familias de los muertos en ese y otros hechos –y a los propios muertos, si pudieran opinar– no les importa si las estadísticas los clasifican bajo “víctima de las Farc” o de algún otro verdugo. El dolor es el mismo. Cuando el presidente Santos, recabando apoyo para las negociaciones de paz, preguntó, famosamente, “Señora, ¿prestaría usted a sus hijos para la guerra?”, esa señora nunca imaginó que, en cambio, tendría que prestar a sus hijos para integrar una bacrim o una disidencia. Porque, ojo: quienes mueren en las guerras del narco o las pujas territoriales de las facciones armadas son los mismos jóvenes humildes cuyas vidas tanto invocábamos para defender el acuerdo con las Farc.
De modo que el acuerdo no garantiza que esas 3.000 muertes nunca regresen: de hecho puede ser la causa de ello. Pero no se trata de criticar, a estas alturas, dicha negociación; me opuse a partes de ella, con argumentos, cuando correspondía hacerlo y hoy que, en contra de la voluntad de muchos, todo está consumado, considero esa página ya pasada. Se trata de exigir más vigilancia del llamado ‘posconflicto’, para que este sea digno de ese nombre y para que el amargo caldo de sapos que nos tocó tragarnos a los colombianos no haya sido ingerido en vano.
@tways