Hay algo que cautiva especialmente del presidente Uribe, y eso es su cercanía con la gente. Para Uribe todo es importante. Puede hablar de los grandes problemas de la patria en la mañana, conversar con los líderes mundiales al mediodía, y en la noche orientar al amigo septuagenario de Montería que viste como ‘coca-colo’ con la ilusión de así encontrar pasiones juveniles. Le aconseja sobre las imprudencias de los amoríos calentanos tardíos. Por eso no me extraña que en los sitios donde coincidimos siempre haya quienes quieren tomarse –y me perdonan el anglicismo– una selfi a su lado.
Cuando ha estado en nuestra finca, lo primero que ha hecho es departir una charla con los trabajadores, y preguntarles por los caballos y cómo los cuidamos, y a la final termina él dándoles una cátedra. Los invitados saben que para él –para nosotros– primero siempre, antes que nada, los trabajadores. Para tener magnetismo universal hay que ser una buena persona y tener cromosomas de buena calidad bioquímica.
Álvaro Uribe Vélez es de una simplicidad campesina arrolladora. La etiqueta ceremonial no existe en su manera, pero el abuelo cómplice permanece en las circunstancias. Hace poco, montó en horas de la noche un brioso caballo solo para entregarles personalmente pizza a sus nietos: “Llegó a caballo el repartidor”, les anunciaba. Ese es el talante del colombiano sin lugar a dudas más importante de los últimos años.
Transitar por la política es comprar tiquetes para la feria de las ingratitudes. Con todo, nunca le he escuchado a Álvaro Uribe un comentario ácido sobre sus contradictores. Crítica, sí, y vehemencia frontal en la defensa de sus ideas. Su pasión son la dialéctica y su familia, de la cual es el más aguerrido defensor.
En enero, en una tertulia cerca del Sinú, me preguntó por la pandemia. Hoy recuerdo su ceño fruncido expresando preocupación cuando me abordó. Sin duda una de las características del liderazgo de Uribe es su factor predictivo. Ese olfato especial que se agudiza cuando se trata de anticipar las situaciones de peligro para la salud de la patria. Por eso lo desvela el efecto tóxico que sobre el cerebro produce la adicción a las sustancias psicoactivas. Está empeñado, como yo, en proteger el cerebro de nuestros jóvenes.
Álvaro Uribe Vélez tiene unos imperativos éticos inamovibles. Acabar con la narcoguerrilla es uno de ellos. Sin titubeos, la fuerza del Estado debe perseguirla porque de lo contrario nos llevará a mecernos por inercia en el chinchorro de la tristeza y de la desolación.
Cuando mi esposa, María Stella, escuchó la injusta sentencia de la Corte, soltó esta frase: “Arriba está Dios que para abajo mira. La verdad, tarde o temprano, prevalece sobre todas las cosas.” Tiempos difíciles nos esperan, pero estarán inspirados en su inocencia y sus postulados, así que los superaremos.